Rocío
Areal
Nació en Buenos Aires (1984), ciudad en la que
se graduó en Turismo y Periodismo Turístico. Desde el año 2014 se encuentra al
frente del contenido histórico-cultural de la Pulpería Quilapán, centro
cultural, casa museo y club social situado el centro histórico de la ciudad. Diez
años de historia e historias plasmados en el libro Pulpería Quilapán, historia de de los pulperos en Buenos Aires,
publicado en 2023 por el sello editorial Senda Florida (Buenos Aires-Madrid).
Un relato ficcionado en el que se repasan no solo los inicios del proyecto,
sino los hallazgos y avatares de su histórico solar; un camino transitado en
paralelo a los acontecimientos nacionales que marcaron cada época.
Continuando con el ámbito literario, su relato
Vuelo raso ha resultado finalista del
XXXIII Premio Ana María Matute de Relato (2021); siendo publicado en volumen de
Colección ETC, de Ediciones Torremozas (Madrid).
Asimismo, se desempeña como colaboradora
freelance en medios digitales, tanto en el ámbito local como internacional;
especializándose en viajes y destinos, historia, arquitectura, arte y
sustentabilidad.
Cuento: “ELLOS”
Una vez más, la náusea. Ese hastío rancio que se empasta en la boca con las
primeras luces del día, como el rastro de un bocado feo. «Hoy puede ser
distinto», pienso. Quizá digo. Entregada aún más al sueño que a una convicción
despierta. Hasta que el roce del aire tibio me recuerda, todavía es verano.
Todavía el sol es lo suficientemente longevo como para prolongar mi cautiverio,
para condenarme, una vez más, a mi solitaria reclusión.
Ellos vendrán. Sí, de seguro vendrán. Será cuestión de horas, de
esa suerte de cronometrado indulto en el que mi libertad es tan breve que hasta
se torna nostálgica, como un recuerdo aún no vivido.
Abro sin temores las ventanas de la casa y dejo que la luz la llene,
que la brisa salitrosa me salpique, que el verde del jardín se me infiltre en
los ojos. Miro mis manos y creo ver como sus pliegues se alisan, como sus
manchas se desdibujan. ¡Bella giovinezza! Si la juventud retornara a mi
cuerpo; si fuera capaz de regresarme a esos años tan libres, tan sueltos de
amenazas, de miedos… No puedo sino recordar, cuando no descreer, que no hubo
sitio mejor en el que apartarse del mundo que el que aquí me tiene. Y del que,
pese a todo, me niego a partir.
Como una piedra preciosa al oficio de su joyero, supo ser mi
tierra un diamante en bruto. Y acaso tan perfectamente pulido por las aguas del
Tirreno que pintores, poetas y demás artistas vaya si lo procuraron en busca de
su mejor musa; esa inspiración capaz de germinar una obra a la altura, de una
belleza igual.
Claro que nadie anticipó al gran Augusto. Como un visionario, el imperatore fue quien reveló por estos lados lo
hasta entonces ni siquiera sospechado: lanzar anclas al cielo era posible, y a
tal suceso invitaban estas orillas. ¿Será que este antecedente lo explica todo?
El sentirme así de vencida, cual emperatriz derrocada y sin más verdugo que la
propia circunstancia.
Paladeará mi boca ese
dulzor de la victoria mientras el tiempo se mantenga así, en su andar ordinario.
Más cuando las agujas corran, cuando los minutos inicien su fatal cuenta
regresiva, ya no quedará imperio alguno; ya no será éste mi palacio. Serán sus
muros lo endebles que un papel, lo traslúcidos que un vitral. Y no habrá al fin
otros responsables más que Ellos, tan disímiles en sus rostros, en sus
orígenes, como coincidentes en sus armas. Artilugios que, desentendidos de
latitudes, parecen gozar de un mecanismo universal.
Sus voces, llevo más de dos décadas resistiendo el embiste de sus
voces. Sí, esa indescifrable madeja de palabras y risas que se eleva desde la
Marina Grande como un cotorreo frenético, como una alarma que advierte su
llegada y obliga a atrincherarse lo más rápido posible. ¡Silenzo, prego!
Si es que ya puedo oírlos a lo lejos; si es que ya sé cómo ha de
continuar la historia.
Sus pasos, a las persistentes voces —esas que acallan a destiempo
y, por tanto, nunca lo hacen por completo— han de sumarse sus pasos. Solo que
la maravilla en redor demorará su avanzada: escoltarán Ellos las pedregosas
costas, consumirán su tiempo a bordo de infinitas naves y arrugarán así el terso lienzo azul que abraza a
esta tierra. ¡Siamo circondati!
Y lo estaremos por cuanto dure la estancia marítima, el fervor por los
corales y las grutas, la novedad por ese hipnótico zafiro que viste las aguas
en los más insondables rincones costeros.
Restará entonces la toma de la tierra firme,
del destino prometido; y el hecho no insumirá piedad. Coparán Ellos las
zigzagueantes calles, los panorámicos miradores y hasta toda cuanta porción de
verde encuentren a su alcance. ¿Dónde han quedado las épocas en que Lenin y
Neruda llegaban aquí en busca de calma e inspiración?
Endebles y traslúcidos, sí. Los muros de mi hogareño bastión no podrán ante su poder, ante la fuerza
que ratifican día tras día. Sólo bastará que el tiempo de mar acabe
para que su misión territorial los aglomere en el empinado sendero que conduce
al corazón del pueblo, a la piazza Umberto I y sus alrededores. Y yo
allí, en el camino, a la vera de la sinuosa escalada de piedra en la que cada
pisada se multiplica en su potencia, en el estruendo que propician las suelas
cansadas, los cuerpos pesados, sedientos y fatigosos. Todos y cada uno,
víctimas del calor rabioso y la no menos feroz topografía.
¿Que si alguna vez creí posible su rendición? Jamás. Bien sé que nunca se darán por vencidos, que
unidos siempre harán la fuerza. Y será ésta tan brutal que las paredes
comenzarán a temblar, los pisos a resquebrajarse, la intimidad a flaquear, a desnudarse
ante la desprotección a la que Ellos la someten. Ellos y su caminar incesante;
Ellos y sus miradas indiscretas, propiciadas por esos ojos escrutadores a los
que no enceguece ni la más penetrante luz del sol.
¿Y entonces? ¿Qué más puedo hacer? ¿Qué más que rendirme a las reglas del juego y esperar, a puertas
cerradas, por su partida? Solo que el día se torna tan extenso, tan inconcluso,
que pierdo ya noción de cuánto tiempo llevo recluida. ¿Será que de una vez se
dignaron a marcharse? Es entonces cuando salgo a la intemperie y acabo por
arrepentirme, por retroceder ante el sobresalto que provoca cada nuevo rostro
asomado por encima del portón, de la suerte de inútil tapia en la que se ha
convertido el paredón que antecede a mi casa. A mi huerta. A mi jardín. A mi mundo.
¿Qué puedo ofrecerles yo? ¿Qué esperan encontrar? ¿Acaso nada les
basta para saciar su sed de postales, de panorámicas de película? Ya no están aquí Lenin ni
Neruda, tampoco el imperatore Augusto ni su sucesor Tiberio. Ya no hay sofisticación alguna más
que la coquetería de cafés, tiendas y hoteles; que el confort tan bien resuelto
por los cochecitos eléctricos, siempre listos para el transporte de equipajes y
demás pertenencias por las callejas del pueblo. Es que no querrán Ellos cargar
con otro peso más que el propio ni aventurarse a las tortuosas cuestas con
mayor bulto que el de sus cuerpos. Pues, por sobre todo, no querrán que su
estancia, más breve o extensa, los agote en demasía.
Querrán Ellos el descanso de los
emperadores, la inspiración de los artistas, el calor veraniego que envuelve,
que abraza, que asfixia, que encarcela; que no deja vivir.
El otoño. No será sino el
fresco del otoño, de las lejanas ciudades y sus oficinas, esa bocanada de
libertad tan precisa; ese soplo revitalizante que es la estela de su partida.
Vaya una a saber a qué remotos sitios Ellos se marchan. A vivir
qué vidas, a atravesar qué clase de rutinas. Todo cuanto les sea suficiente, por qué no
demasiado, para emprender el regreso. Porque Ellos regresarán. Sí, de seguro
regresarán. Cuando la primavera acelere su curso, Ellos regresarán. Y los
amaneceres, tan tibios en su aire, volverán a ser lo que siempre, incluso en el
reiterado destino de mis primeros pasos.
De pie en mi habitación, procuro el almanaque de bolsillo que
descansa en el cajón de la mesa de luz. Septiembre, jueves 8 de septiembre. El
verano y su epílogo encienden la esperanza, nutren mi calma. Dentro de poco,
Ellos mermarán su arribo; Ellos ya no vendrán. Los turistas ya no vendrán.
Isla de Capri,
Italia. 2016.
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