28 oct 2024

Ganador del XVI Cibercertamen literio d’ANIM : “Tourists go home VS turismo de masas”.


 Sergio Otegui Palacios

Cuando era pequeño y me preguntaban que qué quería ser de mayor, siempre decía lo mismo: “Titiritero”. Mis padres, imagino que asustados por mi decisión, me decían que titiritero mejor como afición, pero que en el día a día debería dedicarme otra cosa. Hoy ya no tengo intención de vivir de las marionetas, pero sigo siendo un amante de las historias y de los cuentos. Supongo que por ello acabé estudiando Comunicación Audiovisual y Publicidad y Relaciones Públicas. Con Audiovisual aprendí a contar relatos y con Publicidad a darle una base económica a esa afición. Además de ello, soy creador de El Fabricante de Nubes, una productora audiovisual que ofrece servicios de vídeo, fotografía y marketing digital a empresas y particulares y autor de Nada Incluido, un blog de viajes reconocido en numerosos certámenes del ámbito turístico. Recibo clases en el Estudio de Escritura Creativa de Zaragoza desde 2020.


Cuento: “CUQUIS Y MUFIS”.

 

Un martes cualquiera, José pasa la fregona por un suelo ajedrezado que tiempo atrás pisaban artistas, famosos y eruditos. El presente es una televisión funcionando a duras penas y un único cliente tomando café vestido con un mono salpicado de pintura. Carmen, colocada detrás de la barra de mármol, pasa la bayeta de forma aleatoria: sus ojos apuntan al programa de cocina que emiten en la tele. 

              Pero, mujer, estate a lo que estás, que a ese ritmo no vas a acabar nunca.

              Carmen no necesita responder para dejar claro que el comentario de José va a caer en saco roto. Cuando decide que la barra está limpia, se acerca a hacer lo propio con la máquina de café, todo un emblema del establecimiento. Cuando su padre abrió el negocio hace ya setenta años, no había en toda la ciudad una cafetera como lo suya, con ese diseño cilíndrico y alargado de color oro. Con el mismo cuidado que le trasmitió su padre, Carmen le saca brillo mientras observa como José se acerca a través del reflejo del latón.

              ―¿Ahora qué quieres? ―pregunta con brusquedad.

              “Nada”, responde José, aunque ambos saben que ese nada no es un verdadero nada.

              Qué quieres ―insiste.

              José ya no responde directamente, sino que se queda un rato en silencio buscando las palabras o, al menos, la forma adecuada de ordenarlas. Mientras ese momento llega, Carmen se recrea en la figura del águila dorada que decora la máquina de café.

              ―Nada… Es solo que ayer estuve leyendo en el interné sobre el café de especialidad de ese…

              El comentario de José golpea como un calambre a Carmen, que se separa de la máquina de inmediato. Acto seguido, se encara con su marido y suelta:

              ―¿Otra vez? Qué pesao eres, joder.

              Carmen sale del mostrador y se mete en la cocina. Aunque el extractor está funcionando a todo lo que da, huele bastante a aceite, lo que confirma que la freidora está lista para empezar a echar los churros. Antes de hacerlo, José se asoma por ahí.

              ―Oye, chatita, pero es que algo habrá que hacer, ¿no?

              La mujer ignora una vez más a José mientras va colocando los futuros churros en el aceite hirviendo. Cuando ya lleva unos cuantos, accede a contestar.

              ―No vamos a cambiar nada. La gente viene aquí por nuestro café.

              ―Ese es el problema, Carmen, que la gente ya no viene―. El comentario enerva a la mujer, que le pide a su compañero que se largue de la cocina, aunque este tiene planes diferentes. ―Pero si no hay que hacer nada del otro jueves, chatita. Solo hay que poner un cartel en la puerta diciendo que tenemos café de especialidad de ese y ya está.

              Carmen sigue molesta y nerviosa, mirando como el aceite va transformando los cilindros de harina en churros.

              ―¿Y eso qué es? ―pregunta.

              ―Pues nada, un café bueno y el nuestro lo es. Pero la gente que no lo sabe, no lo sabe. Y el que lo sabía, pues se ha ido muriendo―. Cuando la metamorfosis del churro se completa, la mujer los saca con un palo y los deja escurriendo sobre una rejilla. ―Y también añadiría, si te parece, que es un café sostenible y de kilómetro cero.

              ―Pero si traemos café de Costa Rica, idiota. ¿Cómo va a ser de kilómetro cero?

              ―Da lo mismo, chatita, si la gente no sabe dónde está Costa Rica. ¿Tú de verdad crees que el dueño de la cafetería de al lado, que va a comprar el pan en coche, que lo he visto, ofrece café sostenible? Pues claro que no, pero se lo inventa y mira qué bien le va.

              Carmen coloca los churros ya escurridos sobre una bandeja, los saca de la cocina y los dispone en la vitrina de la barra junto a un cruasán huérfano. Pese a que casi son las cinco de la tarde, la cafetería se ha quedado vacía: el último, y único, cliente ha dejado el dinero de su cuenta en la mesa. Carmen se asoma a través del cristal de la puerta del establecimiento y resopla al ver el resto de negocios rebosantes.

              ―Pero esos bares están llenos de guiris, chato ―protesta la señora.

              El hombre, que también ha salido de la cocina, se coloca a su lado a contemplar la calle como observaría las obras el anciano que va camino de ser.

              ―Ya, chata, pero es que aquí ya solo vienen los guiris.

              Carmen, que acaba de recordar lo mucho que ha cambiado este barrio en los casi setenta años que lleva habitándolo, pega un bufido y vuelve a su lugar tras la barra.

              Como todos los días, a las cinco, ni un minuto más ni un minuto menos, entra el señor Isidoro fiel a su cita con los churros. “A las cinco y media están un poco pasados y a las seis es como comerse un zapato”, dice siempre para justificar su puntualidad de reloj atómico. Al verlo entrar, Carmen le prepara su media docena con poco azúcar, por si las diabetes, y su café con tres gotas de leche, para no tener la sensación de que los unta en agua. Isidoro tiene más años que la cafetería y solo faltó el día que se murió su mujer y porque le dio por hacerlo de tardes.

              Qué buenos te han quedado hoy, Carmen.

              ―Eso lo dices todos los días, Isidoro.

              El anciano disfruta de su manjar cotidiano mientas Carmen y José lo observan pensativos. Isidoro, que está acostumbrado a que le den palique, se sorprende.

              ― ¿Estáis bien? ―pregunta con la boca llena.

              ―Sí, tranquilo. Cosas del negocio ―responde José.

              Isidoro termina de tragar su segundo churro, bebe un sorbo de café y añade:

              ―Ya sabéis que para mí sois la mejor cafetería de España.

              ―Pero si no has ido a otra, Isidoro ―zanja Carmen.

              ―Pues por algo será ―responde el señor, haciendo reír al matrimonio.

              Una semana después de ese martes cualquiera, también a las cinco de la tarde, Isidoro vuelve estar en el mismo lugar mojando los churros en el café. Allí, además de él, solo están los dueños de la cafetería donde nada parece haber cambiado. Sin embargo, en la calle, la letra de EGB de José anuncia sobre una pizarra de caballete un escueto: “Tenemos café de especialidad de ese”. El cartel, que ha hecho mucha gracia a Isidoro, tarda poco en surtir efecto y atrae a una pareja de pelo cano, piel acangrejada y chancletas con calcetines. Al verlos entrar, Carmen y José se quedan hipnotizados como si hubieran visto a un unicornio. Ante su parálisis, los recién llegados deciden tomar la iniciativa y acercarse a la barra. Carmen, que se ve enfrentándose a una conversación en inglés, tiembla. Churro en mano, Isidoro observa como quien come palomitas en el cine.

              ―¡Hola! Dos cafés de especialidad, pog pafog ―dice la extranjera.

              Carmen respira aliviada y acompaña un marchando” de una sonrisa. José sale de su letargo e invita a los nuevos clientes a ocupar una mesa.

              ―¿Quieren también unos churros? ―les pregunta.

              ―No, gasias ―responde ella.

              José se acerca a su mujer, que espera a que la cafetera del águila, lenta, pero segura, termine de sacar la orden. El marido, aprovechando la ―últimamente poco habitual— sonrisa de su esposa, vuelve a proponer algo.

              Tendríamos que ofrecer cuquis y mufis, que eso gusta a todo el mundo.

              Carmen entrecierra el ojo derecho, su gesto habitual cuando algo le sorprende.

              ―¿Y eso qué es?

              ―Pues la galleta y la madalena de toda la vida, pero más caras.

              Carmen resopla y sentencia:

              Qué pesao eres, joder.

              Un mes después de ese martes cualquiera, también a las cinco de la tarde, Isidoro ya no es el único cliente de la cafetería. Otros tres grupos más de diversos tamaños se reparten en otras mesas del local. Lo que sí que es Isidoro es el único autóctono y el único que sigue apostando por los churros: las cuquis y las mufis han sido la elección de los demás comensales. José charla con unos y con otros, aunque la mayoría no lo entiendan, mientras Carmen prepara sonriente los cafés.

              Tres meses después de ese martes cualquiera, también a las cinco de la tarde, Isidoro tiene que sentarse en otra mesa porque la suya ha sido tomada por un grupo grande. Molesto, le recuerda a José que a él le gusta sentarse cerca de la puerta.

              ―Lo siento, Isidoro. Es que pensábamos que se irían pronto, pero llevan aquí desde las dos. Por lo menos están consumiendo ―le explica.

              Al otro lado del mostrador, Carmen trabaja a destajo preparando cafés y cuquis y mufis y los churros de Isidoro. Está contenta por ver el local lleno después de tanto tiempo, pero inquieta porque la cafetera del águila no trabaja al ritmo que demanda la clientela. José, que huele sus malestares a kilómetros, se acerca a interesarse.

              ―Creo que va a haber que cambiar la máquina ―dice ella.

              José no responde nada, solo le pasa la mano por la espalda y la acaricia con cariño.

              Seis meses después de ese martes cualquiera, también a las cinco de la tarde, la cafetera del águila descansa en paz bajo un manta en un rincón del almacén. En su lugar, una flamante máquina preara seis cafés a la vez a las decenas de personas que abarrotan el local. Isidoro, a quién le han reservado esta vez la mesa, unta los churros en el café. Ese día apenas habla, aunque tampoco escucharía bien con tanto ruido ambiente.

              Un año después de ese martes cualquiera, también a las cinco de la tarde, José pasa la fregona para limpiar un café derramado por el recién estrenado suelo de pergo. El suelo no es el único cambio que ha habido: ahora todas las paredes son blancas y la madera ha ocupado el lugar de lo que antes era de mármol. Las plantas también han llegado al local, pese a que ni José ni Carmen han sido nunca especialmente duchos en su cuidado. Todas las mesas de la cafetería están llenas, excepto la que siguen reservándole a Isidoro. Pero Isidoro, pese a que se ha duchado, se ha vestido, ha cogido dinero, ha salido de casa y ha venido andando hasta la cafetería como todos los días, se ha dado la vuelta sin entrar.

             

 

6 comentarios:

  1. Muchísimas gracias por valorar mi relato y enhorabuena al resto de finalistas. ¡Un saludo!

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  2. Un relato redondo, que te mantiene enganchado de principio a fin. Más así hacen falta, la verdad.

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  3. Me ha encantado Sergio. Enhorabuena por tu relato y por la tan necesaria reflexión que generas con él. ¡Un abrazo!

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  4. Me encanta! Es verdad que según empiezas a leer te engancha hasta el final. Toca un tema muy cotidiano y a la vez muchos interrogantes del día a día. Enhorabuena!!!

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  5. Genial Sergio. Una forma simple de explicar algo muy complicado.

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  6. Preciosos relato, ¡me ha encantado!

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