Raquel Fontecha Cuenca (Miranda de Ebro,
1979) es licenciada en Ciencias Políticas y su trayectoria profesional se ha
desarrollado principalmente entre el mundo académico y la consultoría. Hace
unos años decidió dar un nuevo rumbo a su vida y retomó lo que siempre había
considerado su pasión: la escritura y los libros. Para ello se formó como
correctora y editora, colaborando desde entonces con pequeñas editoriales
independientes.
Tras
casi dos décadas en Madrid. La pandemia dio una vuelta más de tuerca a su
trayectoria y se lanzó a la aventura de abrir una librería en Lleida, la
irreductible, cumpliendo de esta forma un sueño y poniendo las bases de un
proyecto de vida.
Habitación
16
«Tener hijos. Un hogar. Una vida. Eso es
todo lo que podemos hacer. Cualquiera de nosotros».
Bienvenida, de John Edgar Wideman
— ¡Elena, la 16! —la voz de Sonia me llega a
través de la puerta.
— ¡Voy! —replico—. Ni tres minutos, joder,
ni tres putos minutos —concluyo para mí. Me apresuro a salir, un último vistazo
para comprobar que todavía nada. Me restriego las manos en la bata y lo
introduzco en el bolsillo exterior, como si fuese un termómetro.
En la 16 me esperan Carmela y Aurora,
mujeres ambas de edad indefinida: ¿ochenta?, ¿noventa? Qué más da, para ellas
todos los días son iguales. ¿Acaso no lo son para mí? No me gusta el turno de
mañana. Ninguno es bueno, pero en la mañana parece que todas están más activas,
por la tarde pasan más tiempo dormitando, ensimismadas, distraídas. La jornada
diaria como metáfora de la vida. Y yo deseando que llegue el ocaso.
Aurora se ha vuelto a quitar el pañal: hay
que limpiarla, cambiar la ropa de cama y calmarla. Lleva días muy alterada, lo
que pone nerviosa a Carmela. Y a mí.
—Aurora, bonita, otra vez se ha quitado el
pañal. ¿No ve que así solo se hace mal a usted misma? —una y otra vez le repito
lo mismo. Es como un mantra. Inútil.
Las náuseas se disimulan mejor con la
mascarilla puesta. ¡Bendita pandemia! Aún no he conseguido acostumbrarme al
olor agrio de estas viejas a las que solo lavamos una vez por semana. Mucho
menos al de su detritus.
No creo que llegue a acostumbrarme. Nunca.
Pero aquí estoy, enredada. Rechazo el pensamiento.
—La peor es Susana —murmura Aurora. No está dormida,
cree que habla con alguien—. El niño se porta bien, es un angelito, y Noelia,
ay, ¡Noelia llora tanto…! —A la anciana se le anegan los ojos de lágrimas.
Lleva dos días en los que casi no duerme, todo el día relatando y relatando.
Hace casi tres años que trabajo aquí —¿cuándo
dejó de ser algo provisional?— y, por lo que sé, no ha recibido ninguna visita
en ese tiempo. No es la única, pero muchas de las otras están casi vegetales.
Aurora hasta hace unos días razonaba bastante bien, era una mujer entrañable,
podría decirse incluso que vivaracha. ¿Cómo puede ser que nadie se acuerde de
ella? Al principio le pregunté si tenía familia. Error de novata. La jefa de
planta me llamó a un aparte: la gran mayoría de las personas que están aquí tienen
familia, a la gran mayoría se las han quitado de encima. El sitio está lo
suficientemente alejado de todo como para ser una excusa contundente. Frente al
resto, pero, sobre todo, frente a ellos mismos.
—Pero ¿y sus hijos? —recuerdo haber
replicado.
—Sus hijos tienen mejores cosas que hacer.
No hagas preguntas que puedan alterar a las internas, bastante tenemos ya.
Desde entonces no trato de mantener
conversaciones, me limito a escuchar. A veces, simplemente las oigo perorar.
Como quien oye llover.
—Susana siempre pide —continúa Aurora—, pero
nunca da. Por su culpa me tuve que casar tan joven, ¿sabes? Yo era actriz, me
codeaba con Carmen Sevilla. Carmencita, le decía yo. Yo habría hecho películas
con ella, éramos muy amigas. Carmencita. Pero Susana lo echó todo a perder. No
te creas que yo no era guapa. ¡La que más! La Sevilla no me llegaba a la suela
del zapato. Yo habría sido famosa, y no ella. ¡Ay, la Carmencita, no se alegraría
ni nada de mi desgracia! Susana no me ha dado ninguna alegría —la anciana no
para de hablar. Yo me pregunto qué habrá pasado. ¿Acaso había venido alguien a
verla y se le ha desbloqueado algo en la memoria?
—Aurora, cariño, intente ponerse un poco de
lado, a ver si me ayuda un poco —la compañera de la noche le había ajustado el
pañal de tal modo que tiene marcas en las caderas. El cuerpo de Aurora me
recuerda al de mi abuela: de un blanco inmaculado, nunca expuesto al sol,
siempre cubierto por la ropa; una piel finísima se le pega a los huesos en las
extremidades. La zona de las caderas se ve marcada por las cinchas del pañal.
La compañera se había empleado a fondo para apretarlo. Aun así, se lo ha
arrancado. O quizá por eso. Nunca sabes cómo acertar. A la de la cama de la
ventana de la habitación del otro lado del pasillo la atan siempre, si Aurora
repite lo de hoy, también la atarán. Sobre todo si nadie viene a verla. ¿A quién
se va a quejar?
—Me dejó seca. Yo era muy salerosa, ¿sabes? ¡Y
qué tipo tenía! No como ahora, que parece que no les dan de comer. ¡Habrase
visto! Como si estuvieran enfermas. ¿Cómo va a ser eso bonito? Pero la muy
desagradecida me dejó seca. Seca. Tuve que arreglar toda la ropa, parecía un
espantapájaros, de lo delgada que me dejó. Todas me decían que cuando dejase de
dar el pecho… —la anciana se ha girado en la cama, así que escuchar me escucha,
pero no para de hablar. ¿Con quién creerá que conversa?
En la zona más saliente del hueso ilíaco se
aprecia que la rozadura del pañal ha derivado en herida. Limpio su cuerpo lo
mejor que puedo y le pongo un camisón limpio, con prisa, siempre hay prisa.
Reutilizamos las esponjas, no deberíamos, pero no se llega a todo. Ya no pienso
en la cantidad de protocolos que incumplimos, solo sirve para hacerme mala sangre.
Los primeros días lloraba de rabia y de impotencia. Pero te acostumbras a todo.
Será verdad que al final me acostumbraré también al olor a podredumbre.
—Tenía los pezones en carne viva —continua
Aurora con su perorata—. No soportaba el dolor. Es que la muy ladina me mordía.
La matrona me decía que exageraba, que era una blanda, que todas las mujeres
son madres y ninguna se quejaba como lo hacía yo. Luego llegaba a casa y solo
quería llorar. Susana se amorraba a mi teta y quería que fuese su esclava: teta
para comer, teta para dormir, teta, teta y teta. ¿Y yo qué? Nadie me creía,
nadie me escuchaba, nadie me veía. Mi marido me obligaba a comer. Aun así,
adelgacé, claro. No me reconocía en los espejos. ¡Con lo que yo había sido! Y
solo hacía que llorar. En la flor de la vida y ya marchita.
Cuando se está corto de personal, como es lo
habitual, cambiar las sábanas sin sacar de la cama a su inquilina tiene su
truco.
—A ver, Aurora, ahora nos vamos a sentar en
el borde de la cama. Sí, agárrese a mí, eso es. Lo hace usted muy bien. Para
que luego diga que está marchita, ¡si está en plena forma!
Es un trabajo muy físico, este. El primer año
estuve dos semanas de baja con una contractura. Mucha charla de prevención de
riesgos laborales, muchos protocolos… pero si no somos dos para levantar a una
paciente, ¿cómo vamos a evitar riesgos? Luego desde la mutua todo son pegas. Y
la responsabilidad es tuya por incumplir el protocolo.
—Pero no dejé de dar el pecho —Aurora
necesita sacar todo eso fuera, ahora me doy cuenta— porque llegó Manolín. ¡Ay,
mi Manolín! Era un angelito. No lloraba, comía de un tirón, y dormía, ¡cómo
dormía! Daba gusto verle. Ni diez meses se llevan. Eso de que en la cuarentena
no te quedas embarazada… El doctor me decía que era porque no le daba el pecho
a Susana siempre que me lo pedía. ¡Pero si tenía los pezones destrozados! Así que,
a los nueve meses, vuelta a empezar. Pero mi Manolín es un santo.
—Necesito que se agarre a mí de nuevo,
Aurora, vamos a hacer un poder por levantar un poco el culete para tumbarnos
sobre la parte de arriba de la cama, la que ya tiene la sábana limpia —le
explico. Hemos completado lo más engorroso sin que se caiga de la cama durante
el tiempo que ha permanecido sentada.
Aún recuerdo la primera vez que me confié.
La anciana de la 19 se rompió el húmero y la clavícula. Tuve suerte de que a su
familia ni se le informó. Es de las que no vienen más que por Navidad. Desde
entonces tengo mucho cuidado, son como niños, algunas de las mujeres son tan
mayores que no pueden andar o mantenerse en pie sin ayuda. Aurora hace lo que
le digo y con ayuda de la grúa consigo situarla en la parte alta de la cama,
bien arriba. Apenas pesa cincuenta quilos. Estiro la bajera sobre el resto del
colchón y termino de ponerle por encima la sobada sábana blanca. No aguantará muchos
más lavados. Subo las barreras de protección de la cama articulada y me
dispongo a recoger las ropas sucias.
—Yo no quería tener más hijos, sabes —Aurora
me retiene agarrándome fuerte de la manga—, quería volver a tener una vida. No
me importaba que mi marido se fuese con otras, yo no quería dormir con él. Solo
quería que todo desapareciera y volver a ser actriz. ¿Acaso me preguntaron si
quería ser madre? Mi cuñada me dejó de hablar cuando le dije que sentía descanso
después de haber tenido aquel aborto. Pero luego llegó el castigo con el
nacimiento de Noelia. Ojalá la hubiera ahogado nada más nacer, podría haber
dicho que había nacido muerta. Podría haberla metido en un saco de arpillera, a
los tres, haber cerrado el saco y haberlo lanzado al río, como hacía mi padre
con las camadas de gatos.
Me quedo parada. ¿Acaba de decir que debería
haber matado a sus hijos? Su mano suelta el agarre y cae sobre el colchón,
inerte. Aurora ha cerrado los ojos y parece dormir. Aprovecho para salir de la
habitación. Tiro las ropas sucias al carrito de la lavandería y oigo que me
llaman para ayudar en la 11.
—Hay que bañarlas. A las dos —es Sonia de
nuevo—. Sí, ya sé que no les toca, pero viene la familia de la loca y ya sabes
cómo se ponen. Las quiero limpias y relucientes, sábanas que no estén tazadas,
ni una mota de polvo, habitación ventilada y todo en orden. Te envío a Nadia, tú
ve haciendo.
La loca se llama Juana y no está loca.
Lo que pasa es que siempre cuenta cosas inverosímiles: desde recepciones reales
hasta un marido diplomático que la paseó por medio mundo. Concierto de los
Beatles en España, en primera fila. El Mayo francés, ella estuvo allí. Jomeini
proclama la República Islámica, no podía faltar a la cita. Caída de las Torres
Gemelas, testigo de excepción. Y lo mejor de todo es que cree que está en una
residencia de lujo. Su familia se da muchos aires y son muy tiquismiquis con
todo. Pero a decir verdad son de los pocos a los que se ve con asiduidad por
aquí. De los pocos que dan la sensación de preocuparse por la persona que
tienen aquí.
Juana me está contando algo de su marido, el
embajador, pero yo estoy de debate interno. Tengo claro el momento en el que
una mujer deja de ser mujer, un individuo, para pasar a ser madre
y no tener otro papel que ese. Pero ¿cuándo se revierte? ¿Cuándo deja una madre
de serlo para pasar a convertirse en un estorbo? ¿Hay algún paso intermedio? ¿Se
puede salir de la maternidad? Salir con dignidad, quiero decir.
—Elena, la 16 otra vez, es urgente —la voz
de Sonia corta mi conversación interior y hace que pierda el hilo. Hay algo
importante escondido en mi mente y no soy capaz de atrapar el pensamiento
correcto. Cuanto más lo busco más se aleja. Tengo que hacer como que miro para
otro lado. Lo importante da paso a lo urgente: habitación 16.
—… no, no, no, no quiero ser madre. ¡Dejad
que me vaya! No quiero, no, no, no y no, nadie me preguntó, no me podéis
obligar. ¡No quiero ver al bebé, me quiero ir a mi casa!
Aurora se ha quedado atrapada. Su mente cree
que está en el hospital porque ha sido madre. Su cuerpo está encajonado de
manera inverosímil entre los barrotes fijos y los móviles de la cama articulada
que ocupa desde hace más de diez años en la residencia.
En el forcejeo con la anciana se agarra del
bolsillo de mi uniforme, rasgándolo. El test de embarazo cae al suelo, yendo a
parar bajo la cama. Ea, ahí está.
—No tengas hijos nunca, nunca, ni se te
ocurra —la voz de Aurora suena autoritaria pero lúcida. Nos miramos a los ojos—.
Te engañan diciendo que luego te cuidarán, pero mírame a mí. Sacrificas todo y
acabas sola. Y no, los tiempos no han cambiado, lo veo en mis hijas: ellas
acabarán igual.
«[...], su esposa lo abandona porque él no
quiere tener hijos. Es que ¿a quién se le ocurre traer niños a un mundo así? ¿Se
entiende? ¿Puede alguien culparlo por pensar de esa manera? Para él traer un
hijo a un mundo donde las peores pesadillas pueden volverse reaidad es lo más sádico
que podemos hacer. Como mínimo, es un acto egoísta».
Liquidación, Imre Kertész
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