Ernesto Daniel Bollini, nacido ocasionalmente
en Inglaterra Londres el 30de diciembre de 1959, argentino naturalizado y farmacéutico
de profesión. Casado en segundas nupcias con Verónica y cuatro hijos: Gabriel,
Mariana Sebastián y Victoria.
Escritor
por vocación, con cinco novelas inéditas y varios relatos publicados en
antologías de Argentina y España.
Novelas
inéditas: "Igualito", "El inventor de adjetivos",
"Irme", "Perro en llamas" y "El alma de Ángel Gugnali".
Relatos
publicados: "Una mujer completa" (Concurso Mujeres de la Sierra de
Segura- España)/ "Bruxismo" (Concurso Mundos en Tinieblas-
Argentina)/ "El peso de los muertos" (Papel- España)/ "Una
muchacha que mira el mar" (Antología Ruinas Circulares- Argentina)/
"Los árboles negros" (Editorial Ojos verdes- Sueños)/ "La
decepción" (Editorial Ojos verdes- Cartas en el agua)/ "Loco de
amor" (Una mirada a la enfermedad mental- España)/ "Cambios"
(Editorial Letras como espada- España)/ "La inocencia" (El muro del escritor-
España)/ 1er premio (Concurso de Homenaje a Horacio Quiroga- Argentina).
Poemas
publicados: "Yo no salgo de mí" (La masa literaria- México)/ "La
prosa" (Gambito de papel- Argentina).
Demasiada carga
Elena vio formas y figuras, sombras que se le escurrían bajo la cama, espectros. Luego, abrió los ojos, segura de haber escuchado la alarma del camión de bomberos, o de la policía.
-
No
quiero, por
favor- alcanzó a murmurar.
Se sintió saqueada, desnuda.
Algo la absorbía desde abajo, no exactamente desde el colchón, un poder que la
atraía y la empujaba, pero a su vez le quitaba fuerzas, la debilitaba. Se
levantó el suéter y dejó al descubierto un pezón hinchado y rojo. Ya no se
tomaba la molestia de vestirse con el camisón para dormir. Se derrumbaba en la
cama con lo puesto.
Como de costumbre, Carlos le
acercó la hembrita de vampiro. A Elena le gustaba el contacto con la vampira,
su aroma a óleo calcáreo y a talco. La tibieza de las mucosas. Percibir los
latidos del pecho en su pecho, en el pecho de las dos. El sueño que iba y
venía, en ramalazos. Pero también odiaba sentir que el pequeño animal la
vaciaba, la exprimía hasta secarla. Soñó que se quedaba sin sangre, la piel y
los ojos se le tornaban blancos, las ojeras, negras como una noche de insomnio y
que su madre le decía que no era grave, y que podían reemplazar el plasma por
licuado de banana con leche. Alguien, ¿Carlos?, le ponía una sonda, pinchándole
el brazo. A Elena le encantaba el licuado de banana con leche. Su madre era
especialista en prepararlo, con unas gotas de esencia de vainilla y tres
cucharadas de azúcar negra.
La bebé vampiro emitió un
quejido débil, y soltó una voz ligera y cascada de satisfacción. Elena
despertó, sobresaltada. Luego comenzó la ceremonia del paseo en brazos. Pensó
sin proponérselo en cosas tristes, en libros y películas que describían las
épocas del trabajo forzado y las absurdas revoluciones. Se dirigió a la cocina
con su carga, bebió de una taza servida horas atrás de café frío hecho el día
anterior, y se frotó la cara para despabilarse y que no se le resbalara, como
casi le ocurrió a Carlos la otra semana. Motivo de agrias discusiones. El bebé vampiro
solía ser motivo de agrias discusiones. Pero a veces no. Elena y Carlos coincidían
fuertemente en el deseo de que creciera bien, con salud, lejos de las malas tentaciones
mundanas, del tiempo libre y del caos. Y llena de educación y cultura y
deportes.
-
Será
abogada, como papá- decía Elena, en homenaje satisfactorio- Pero que elija por
su cuenta, ¿verdad?
-
Será
fanática del Rayo, como yo, pero tampoco me voy a disgustar si sale madridista-
decía Carlos, para demostrar su apertura mental.- y jugará al hockey sobre
césped.
Todo funcionaba a las mil
maravillas, de no ser por cierta pesadumbre indefinida que se encaramaba a los
hombros de la mujer como un escapulario de hierro, y le impedía ser feliz. Ella
lo atribuía a la somnolencia permanente, a esa sirena que sonaba con estrépito,
ensordeciéndola, cinco, seis veces por noche. Y Carlos debía despertarse
temprano para ir a la oficina, de modo que no se lo podía molestar.
-
Tú
no trabajas, Elena- decía Carlos- Ocúpate de hacerla callar.
-
No
quiero-
repetía Elena, y cargaba en brazos al bebé vampiro. Ella había dejado su empleo
de docente para ser madre, a pesar del constante susurro de esa misma frase
repetida, no quiero, que había caído derrotada por el peso de la
evidencia: Carlos cobraba más dinero, y era varón. Por eso cobraba más dinero.
La muchacha se preguntó una
mañana por qué esas dos palabras ya no surtían efecto. El no quiero
resultaba siempre inocuo, transparente como un suspiro. Eran meros sonidos,
apenas ruido. Peor aún, eran exactamente lo opuesto a lo que finalmente ocurría.
Eran la antesala para doblar la cintura ante la guarida de la vampira, recoger
esa masa anhelante de hipo y berridos, y levantarse el suéter para ser vaciada
de nuevo.
Sin embargo, la ceremonia la
cautivaba. O era su destino. O la cautivaba porque era su destino. Elena no se
cuestionaba el sufrimiento autoinfligido. No quería cambiar las cosas. No era
rebelde. Se conformaba. Tan sólo se preguntaba, cada tanto, un poco
desconcertada, por qué pronunciaba la frase no quiero y no ocurría nada.
O más bien ocurría siempre lo mismo.
Pasaron también las monótonas
noches, el sueño interrumpido por la sirena, más discusiones, la vigilia
permanente que le permitía sentarse en la cama a meditar, mientras amamantaba a
la vampira y Carlos roncaba. Pensaba que nadie le había contado nunca la
verdad. Su madre, sus hermanas, sus amigas, le habían asegurado que era tan
bonito, tan enternecedor, no hay nada como tener un hijo, ya lo verás. Se
sintió de pronto estafada, engañada por una oscura y masiva confabulación de
mujeres, por una logia de madres optimistas y negadoras.
Y al fin llegó, como era
previsible, el momento en el que Elena consideró seriamente la posibilidad de desembarazarse
del bebé vampiro. Era esa otra palabra curiosa, porque había estado embarazada,
sí, y eso no tenía vuelta atrás. Debía ser pura casualidad que embarazo significara
molestia, obstáculo, fastidio. Sí, pura casualidad. Pero Elena pensó en
desembarazarse. Lo supo nítidamente, con la certeza de las revelaciones
místicas. Le costaba reflexionar con claridad a causa del estado hipnótico en el
que vivía, pero se convenció de que la idea era viable. Entrecerró los ojos y
soñó que volaba, que era viento y lluvia. Y que luego se disolvía y se
evaporaba en un incendio al que raudamente acudían los bomberos. Cuando
despertó, agitada y aturdida por el llanto de la bebé vampiro, supo que estaba
obligada a desembarazarse de ella si no quería morir.
No pensó en matarla, claro
está. Tan sólo en sacársela de encima, pasársela a otra persona, transferir la
carga para aligerarse, pero ¿a quién? Su madre vivía en otra ciudad, su padre
había muerto. ¿Carlos? Era un poco inútil para esas cosas. Casi se le resbala
de las manos un día. No es que Elena recordara como una maldición el suceso,
que no lograra sacárselo de la cabeza. Pero su esposo lo mentaba a cada instante.
-
Recuerda
que un día casi se me cae- se quejaba, casi en un lamento, cuando le tocaba el
turno de auparlo.
Y ese argumento era
incontestable, como la sentencia de un patriarca de barba blanca y lentes.
Desembarazarse. Aliviarse.
¿Por qué no? La idea era monstruosa, antinatural, pero un vampiro es también monstruoso
y antinatural. Madre desnaturalizada, le dirían. ¿El padre no lo sería también?
¿Un padre que teme que su vástago se le resbale? Madre y padre desnaturalizados,
progenitores de un vampiro.
Elena sintió un tirón en el
seno y se despertó de su soliloquio de ensueño. Ansiosa, la bebé vampiro
chupaba su pitanza. ¿En qué había estado pensando esta madre desnaturalizada?
¿En abandonar su misión, su causa? Elena se sintió mareada, cansada y triste,
todo a un tiempo. ¿Cómo podían albergarse ideas tan descabelladas en el alma de
una madre? ¿Cómo podían contradecirse así todas las enseñanzas morales de
siglos y siglos? No. Nada de eso. Había que cumplir con el mandato ancestral.
Nada de pensar. Nada de defraudar a la cofradía de madres positivas.
Sin embargo, el peso era tan
grande que el desembarazo le sonaba a Elena como un alivio mágico,
sobrenatural.
-
No
pienses- se dijo Elena.
La vampira crecía y crecía, y
Elena se debilitaba y se vaciaba. Menos por fe religiosa que por hacer algo de
una vez, decidió, una tarde de espanto, de jaqueca y náuseas, ir a rezar a la
capilla del Padre Pepe. Poca gente, lo de siempre. Ancianitas manoseando el
rosario, desocupados pidiéndole empleo a su dios. Debía contarle a alguna
persona de sus locuras, sus desvaríos de madre pecadora. Necesitaba castigo.
El confesionario estaba
vacío. Descorrió las cortinas, raídas como su espíritu, y apoyó a la vampira en
el taburete de los penitentes, porque le pesaba demasiado. Fijó la vista en una
breve cruz de madera que adornaba el pequeño recinto. De pronto, se le iluminó
el rostro, las mejillas grises, la boca reseca por la sed, por la
deshidratación que le causaba la bebé vampiro. ¿De qué manera nos
desembarazamos de un vampiro? Mostrándole una cruz, por supuesto. Eso era. El
mejor lugar para abandonarlo era la capilla del Padre Pepe. Que se quedara con
la cruz de Elena, que cargara con la cruz. La cruz que ahuyenta a los vampiros.
El Padre Pepe. Una gran persona. Él se haría cargo. Un Padre en serio, no como
otros.
Un rayo de última luz vespertina
se filtró por los ventanales. Elena lo interpretó como un asentimiento, o un
permiso. Fue la señal que necesitaba. Volvió a correr los pesados paños negros,
ocultando a la vampira, y se dirigió al portón de salida, ya libre de los
grilletes que la encadenaban. Se sintió aliviada, fresca y nueva.
Pero nunca se había propuesto
seriamente dejarla. ¿O sí? Lo cierto es que los feligreses fueron testigos de
los tres pasos que dio Elena hacia el portal de salida, y de los otros tres que
dio de regreso. Exactamente seis pasos en total porque la duda, la culpa, el
temor, la responsabilidad, le apretaron el pecho. Demasiada carga. Demasiada
carga dejarla, demasiada carga llevársela. Sin embargo, la amaba, sabiéndolo o
no. Sintió pánico al suponer que alguien se la podía haber robado. Porque era
suya. De su indiscutida propiedad. Pero allí estaba. Levantó a la bebé vampiro,
que aún dormía. La apretó contra su pecho, canturreándole una canción de cuna,
la misma que su mamá le cantara a ella, y su abuela a su mamá. Una canción
suave que la amenazaba con males de infierno si no se dormía. Elena pensó que
las canciones de cuna existirían en todos los idiomas del universo porque un
infante despierto es angustia y desesperación para la humanidad. La bebé
vampiro lloriqueó un instante, entreabriendo una boca rosada, dulce, observando
el mundo con desconcierto, pero volvió a dormirse enseguida, y siguió
rezongando en sueños.
Elena caminó hacia la calle.
El no quiero resonó en su cabeza como una letanía, y se mezcló en su
mente con el quejido lastimero de la bebé vampiro, que le rogaba protección con
los ojos entrecerrados. Demasiada carga. Pero cargaría con ella. Cargaría con la
responsabilidad. Cargaría con todas las maldiciones de su género. Con todas sus
obligaciones, verdaderas o ficticias. Supo que debía ser así.
Pero supo también, en ese instante único, que de
allí en adelante su tarea en la vida sería enseñarle a su hija, sacando fuerzas
de donde no tenía, a que hiciera valer, cuando creciera, su propio no
quiero.
MACIEL
PALERMO
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