Asunción Porta Murlanch nació en Sariñena (Huesca) actualmente reside en Cuarte de Huerva (Zaragoza).
Ha
ejercido como maestra durante cuarenta años, los últimos veinte en el CEIP La
Laguna de Sariñena donde ha participado en distintos proyectos educativos lo que
le ha llevado a dar charlas y cursos de formación sobre convivencia, mediación
escolar, creatividad, etc. en colegios
públicos y privados, centros de profesorado y congresos.
Una
vez jubilada se dedica a practicar su segunda vocación: escribir.
Algunos
de sus relatos han obtenido distintos
premios destacando el primero del CONCURSO INTERNACIONAL DE RELATO CORTO
“MELIANO PERAILÉ” (2019) convocado por la Fundación 1º de Mayo en Madrid, el segundo premio del CONCURSO DE
MICRORRELATOS DE ARAGÓN NEGRO (2022) y
el primer premio del CONCURSO DE GUIONES convocado por la revista Letras 2023
del Centro Penitenciario de Daroca.
Otros han quedado finalistas formando parte de varias antologías.
Ha
publicado Crisálida Ed. Círculo Rojo (2019) su primera novela de ciencia
ficción, Pequerrimas (2021) Ed. Interludio (Zaragoza) es un libro de poesía
infantil cuyos derechos de autor son para ASPANOA (Asociación de Padres de
Niños Oncológicos de Aragón), Clarión
(2023) un libro con una selección de sus mejores relatos, poemas y reflexiones
editado en Amazon. En breve saldrá su último libro editado por Pregunta
(Zaragoza).
El
16 de noviembre de 2022 recibe en Sariñena el
premio “VIVIR MUJER MONEGROS” en el apartado de EDUCACIÓN en su primera
convocatoria.
Perdón
Necesito escribir esta historia, lo haré por
mis hijos, para que ellos cuando la
cuenten a los suyos no tengan que inventarla. Aquí, mientras los espero. Todavía queda un
poco de luz. Los barcos aún
no han vuelto. Dicen que son los últimos. Escribiré a
pesar de que el dolor que me corroe y la impotencia de sentirme nadie nublen mi
entendimiento. Cuando lleguemos los tres a un lugar seguro y haya camas y
noches tranquilas los sentaré delante de
mí y
la leeré una y otra vez. Hay hechos que formarán parte de
su identidad por muchas generaciones que pasen,
y este será uno
de ellos.
Recuerdo esa noche, la siento lejana y fue ayer.
Somos muchos. Escondida entre los más fuertes miro al mar, ruge negro y
frio. Me coloco en el centro del grupo, así me siento más segura.
Agarrados a mis faldas estáis vosotros, mis hijos. Sois muy
niños. Sujeto con obsesión vuestras cabezas contra mi cuerpo. No penséis,
no sintáis
miedo. Yo os protejo. Mi seguridad es la vuestra. Con mi mirada os quiero
trasmitir mi fuerza. Tranquilos, hijos míos, todo irá bien. De vez en cuando miro hacia arriba y disimulo
porque desconozco quién me
protege a mí.
No quiero pensarlo.
Fue una decisión muy difícil pero os
lo explicaré para que cuando seáis mayores
lo entendáis.
Vinieron varias veces a buscaros, os cogían de un brazo y os
meneaban, os examinaban con esa sonrisa de placer porque sentían mi
dolor, y se iban porque esperaban que estuvierais un poco más fuertes,
y yo suspiraba. Os querían llevar a su guerra, querían enseñaros
a matar, a no sentir amor, ni pena, ni siquiera asco. Y hui. Vendí mi casa, mi
ropa, mis trastos, siempre hay alguien que
necesita hasta los trastos más viejos y rotos en aquella mísera aldea.
Y hui.
Yo quise marchar de allí mucho
antes, antes de ser madre, había visto lo que les había pasado a
mis vecinas y hermanas y dudaba poder soportarlo. No pude elegir, vuestro padre
lo hizo por mí.
En la aldea lo hubieran mirado muy mal. Los hombres deben perpetuar su
especie. Si eres una mujer fértil
después de un hijo viene otro, de tu
marido, de los violadores que vienen cuando él
se va, da igual, todos sois hijos. Y cuando os tuve todo cambió. Dejé de
ser yo para ser vuestra protectora, para buscar alimento cuando mis pechos se
secaron, para hacer lo que fuera por sacaros adelante en una aldea que la
miseria y la enfermedad lo invaden todo.
Nadie llora, ni siquiera se habla, no sirve para nada. El silencio de
las mujeres, lo llaman.
De vuestro padre hay muy poco que contar. Venía de vez en
cuando y luego se iba a la guerra, no preguntaba, ni hablaba, ni siquiera nos
miraba, sólo bebía y dormía. Desde la
última
vez que se lo llevaron ya han pasado más de tres años y nunca más he sabido
de él. Recuerdo ese día porque tú, mi niño pequeño
acababas de nacer. Quizás haya muerto. Supe salir adelante. Empecé a
cocinar para los demás. Hay viejos que no pueden hacerlo y me daban
lo poco que cogían
de la tierra y yo lo cocinaba, el pago era
que siempre sobraba algo para
vosotros.
Arropados por los demás, enfrente
del mar, os canturreo para animaros. Mis canciones siempre os tranquilizan, en
voz muy baja, como cuando os acunaba. La letra dice que ya estamos muy cerca, que podría ser ese
el país
la tierra que buscamos, esa que nos permita vivir en paz. Sólo unos pocos
kilómetros de mar nos separan de nuestro destino.
Todos los que estamos allí sentimos otro nacer cerca, sólo hay que cruzar. Una
extraña euforia nos contagia. Falta muy poco, está el mar por
medio. Y el dinero. Yo ya lo he entregado. Todo lo que tenía. Sólo
me quedáis
vosotros, la ropa puesta y unos puñados de frutos secos y pan duro en los
bolsillos. No sé puede llevar nada más. Esas son
las órdenes.
Nos han hecho tirar las mochilas en un montón, a
cambio, seis o siete personas más pueden salvar su vida. Hay que
ser solidarios con los demás, nos gritan, aunque sabemos con
toda seguridad lo que harán con nuestro mísero
equipaje cuando partamos.
En las caras llevamos marcadas con cincel las
piedras de cada uno de los caminos. Surcos llenos de arena y humedad que en la
oscuridad ennegrecen hasta las tímidas sonrisas cuando un hilo de
esperanza se hace un hueco entre tanta desazón.
Ya llega el cayuco. No hay tiempo que perder. No lo
pueden acercar a la orilla, con tanto peso sería imposible
moverlo después porque puede quedar
encallado en el fondo. Nadie duda en mojarse, en introducirse en el agua negra
y revuelta que ruge con una bravura desconocida. Te cojo a ti mi niño pequeño
en brazos y a ti mi niño mayor el agua te llega al pecho y te agarras con fuerza a mi brazo. Tranquilos, os sujeto
bien de la ropa, no os suelto, os digo una y otra vez.
Nos sentamos. Nos abrazamos. Comienza el viaje. El combate de unas olas con otras
hace que no percibamos nada más. Seguro que muchos pensamos que
es mejor así.
La esperanza y la ilusión se desvanecerán si oímos los
sollozos y gemidos de hombres, de mujeres, de bebés.
Y necesitamos esa esperanza para que nos caliente el interior.
Hijo mío. No me mires así. Ya sé que
no lo entiendes. Te robé de tu cama
caliente, de los juegos en el campo, de los arrumacos y canciones de tu abuela,
pero ha sido pensando en ti, en tu hermano, en mí, incluso
en los que vendrán. Cuéntaselo
así a
todos ellos, para que nunca me odien por lo que estoy haciendo.
La barcaza empieza a navegar hacia el vacío. El mar
por unos minutos se queda en calma y nos regala una alfombra hacia su interior.
A las pocas horas empieza a enfurecerse, nos levanta y nos baja, nos agita y
empiezan los gritos que se mezclan con los bramidos de las olas. Huele a salado
y a vómitos, a orines y a sangre. Nos encogemos y nos apretujamos contra el
suelo de la barcaza, llenamos con nuestro cuerpo cualquier hueco que ya no hay,
buscamos un cascarón donde refugiarnos. Si el Dios de las nubes nos mira no verá ningún ojo, ni
manos, ni tripas. Sólo cabezas metidas entre las piernas. Unos cuerpos se
confunden con otros. El miedo se funde con los pedazos con los que se rompe el
cielo encima de todos y nos posee.
Nuestros corazones rugen acelerados y entonces se hace el silencio. Al
cayuco le crujen los huesos, está herido de muerte.
Y así lo recuerdo. Y después
todos gritan, yo no puedo, necesitáis sentirme como un amarre seguro. El mar nos empuja contra el
cielo, el cielo nos escupe una y otra vez, los cuerpos se revuelven y acaban
por caer. Todos caemos en aquella enorme caldera que hierve en hielo.
Tú,
mi pequeño te sujetas a mi cuello y gritas, hasta entonces no lo habías hecho.
No te oigo a ti, mi chico mayor. Un trozo de barco, o de pie, u otra
cabeza, algo muy duro me golpea muy
fuerte. Ya no recuerdo nada más.
Cuando
despierto estoy tumbada en la arena. Han colocado encima de mí una manta
seca. No siento nada, sólo veo caras que miran, manos que me tocan, brazos que
me voltean. Y de pronto en mi mente os veo, os siento, y el vacío se hace
un pozo inmenso y me pongo a gritar; ¡mis hijos!, ¡mis hijos! Os llamo con dolor por la separación pero con
esperanza.
Todavía resuena en mis oídos el eco
del asesino mar.
¿Dónde estoy? Miro a mi alrededor,
los supervivientes permanecen ordenados en la arena al lado de los muertos en
una hilera infinita. Se oyen sirenas, y muchas voces, quejidos, sollozos
silenciosos porque el mar se ha tragado la bravura de cada uno, el ímpetu, la esperanza,
la vida. Y entonces regresa el olor a sal y a sangre.
Cuando os encuentren seguiré escribiendo.
¿Dónde
estáis
hijos míos? Vuestra ausencia me devuelve las energías perdidas
y grito con fuerza. ¿Dónde
están
mis hijos? Ayúdenme
a levantarme, necesito saber dónde están, ayúdenme a buscarles. No me entienden.
Me incorporo y busco entre los muertos tapados, me fijo en el tamaño de sus
cuerpos. No están.
Me señalan al mar y a otro barco que viene con más
supervivientes, y muertos y ausentes. Y miro alrededor. No sabíamos que el
camino nos podría
conducir al otro mundo, a ese mundo del que no se vuelve. No creía que pudiéramos
ser nosotros.
Está amaneciendo
otro día más.
No quiero moverme de la playa, me traen comida. Algunos conocidos insisten que
les acompañe, no puedo moverme de aquí.
No sin mis hijos.
Ya no puedo más.
Ya sólo sacan muertos. No desisten a pesar de las multas
y la poca comprensión.
Me dicen que ya no queda nadie.
Cierro los ojos y me muero por dentro. No sé qué hacer.
Me levanto y le pido a uno de los marineros del barco que guarde este
escrito para sus hijos, que ellos cuenten la historia porque los míos ya no
podrán.
Debe entender mi lengua porque me dice que sí y me
abraza.
Escribo en otro trozo de papel con letras grandes una palabra y le
pido que lo tire lejos de esta playa, allá donde van todos los días a buscar
sueños, esperanzas y anhelos que ya están hechos añicos.
Sólo
una palabra:
¡Perdonadme!
Hay
lugares donde ni siquiera existe la libertad de decidir ser madre y cuándo.
Hay
lugares donde los hijos duelen mucho más.
Gaviota
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