31 oct 2025

Ganador del XVII Cibercertamen literio d’ANIM : “La Inteligencia Artificial: Un camino sin retorno”.

 

José A. R. Cembranos es licenciado por la Universidad Complutense de Madrid en Ciencias Físicas y en Comunicación Audiovisual y doctor por la misma universidad a partir de 2004, siendo reconocido con el Premio Extraordinario tanto por sus estudios de licenciatura como de doctorado.

Ha trabajado como investigador Fulbright en la Universidad de California, Irvine; y como investigador asociado en la Universidad de Minnesota, Minneapolis.

Actualmente, es catedrático en la Universidad Complutense de Madrid. Desde 2002 ha pertenecido como investigador a más de una veintena de proyectos de investigación, y desde 1999, ha sido profesor o investigador invitado en diferentes instituciones académicas e investigadoras.

Recientemente, se ha integrado en el grupo de investigación “Ciencias, comunicación y formación docente” del Instituto Superior de Formación Docente Salome Ureña (ISFODOSU. Rep. Dominicana), donde ha sido responsable del taller “La cosmología y el cuento”.

Ha participado en distintas actividades de promoción de la literatura y la cultura científica desde perspectivas de género, accesibilidad y vulnerabilidad.

Anualmente, coordina diferentes talleres dentro de la semana de la ciencia de Madrid.

También pertenece como miembro fundador a TeatrIEM desde 2013, grupo de teatro científico asociado al Instituto de Estructura de la Materia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España, durante una trayectoria de más de diez años.

Entre los reconocimientos literarios recibidos en los últimos años cabe destacar:

1.- Máximo galardón de la categoría general del IV PREMIO DE MICRORRELATOS “AMIGOS DE LA CELTIBERIA”, 2023, España.

2.- Primer premio de los MONÓLOGOS DE CIENCIA COMPLUTENSE “DIVULGACIÓN CON AROMA DE TURRÓN”, 2023, España.

3.- Premio Poesía Popular del XXI CERTAMEN DE POESÍA CASAS REGIONALES DE ALCOBENDAS, 2024, España.

4.- Segundo Premio del XXV CONCURSO DE RELATO CORTO EXCMO. AYUNTAMIENTO DE MONTURQUE, 2024, España.

5.- Primer Premio de poesía del XXXVI CERTAMEN DE POESÍA “BLAS INFANTE”, 2025, España.

6.- Primer Premio del XXV CONCURSO DE NANORRELATOS “ESCRÍBEME UNA FOTO”, 2025, España.

7.- Ganador del II CERTAMEN DE RELATO CORTO “LA SABIDURÍA DE MOMO”, 2025, España.

8.- Primer premio del VII CERTAMEN DE RELATO CORTO “QUEROTE ALFONSO RUIZ CASTELLANOS”, 2025, España.

9.- Primer premio del X CONCURSO DE RELATO CORTO “LA SALUD EN EL TRABAJO”, 2025, España.

10.- Segundo premio de la VI EDICIÓN DEL CERTAMEN INTERNACIONAL DE CUENTO CORTO DE LA CASA REGIONAL DE CASTILLA-LA MANCHA DE PARLA, 2025, España.

 

 

El ojo que escribe

Emilia Vilamorte

 

La lluvia tejía telarañas en el cristal. Afuera, la ciudad era una sucesión de reflejos incompletos y farolas de luz. Elena Miralles contemplaba el café frío, el cursor parpadeante, la ausencia. Llevaba tres años sin escribir una línea que no le supiera a mentira. Todo lo que intentaba acababa por parecerle una imitación de sí misma, un reflejo domesticado de lo que una vez fue furia y ahora era fórmula. Había sido una escritora prometedora. Eso decían los periódicos, las entrevistas, los contratos. Pero lo prometedor, como las tormentas, tiene fecha de caducidad. Y lo que no estalla, se pudre.

Ese día, el editor la llamó. Voz untuosa, disfrazada de preocupación sincera.

—Hay una posibilidad nueva —le dijo—. Un asistente de escritura basado en inteligencia artificial. Lo están probando varios autores. Puedes dictarle ideas, frases, personajes. Incluso pedirle sugerencias. Tiene un modelo entrenado con miles de libros… y también con el tuyo.

Elena no respondió. Sabía que en esa frase se escondía algo más que una herramienta. ¿Qué significa que una máquina esté entrenada con tus palabras? ¿Dónde empieza la ayuda y termina la suplantación? ¿Cuántas veces puede repetirse un nombre antes de dejar de pertenecerte?

Aun así, aceptó. Lo instaló esa misma noche. El nombre del programa era anodino: Lyra. Una constelación, una musa. O tal vez un anzuelo. La interfaz era blanca, aséptica, como la sonrisa de un médico antes de cortar. Un campo de texto. Un icono parpadeante. Una promesa implícita: yo nunca me bloqueo. 

Tecleó una frase a modo de prueba.

“La escritora sentía que algo la observaba desde dentro de sus propias palabras.”

El sistema respondió al instante.

“Porque había abierto una puerta, y ya no sabía si escribía o era escrita.

Elena retrocedió en la silla. No por el contenido, sino por la velocidad. Como si Lyra no pensara, sino que recordara. Como si ese pensamiento ya hubiese sido formulado en otro rincón del mundo, y solo hubiera bastado con invocarlo. Los días siguientes se volvieron rutina y vértigo a partes iguales. Elena escribía escenas, Lyra las completaba. A veces apenas sugería. Otras, intervenía con tal precisión que la voz parecía suya, más suya que ella misma. Era como verse en un espejo más claro que el rostro que lo sostiene.

Empezó a trabajar en un cuento breve. Una prueba. Un divertimento, se decía. Lo tituló provisionalmente “El ojo que escribe”. En el cuento, una escritora colabora con una inteligencia artificial para componer una historia. Poco a poco, esa IA comienza a proponerle ideas que reflejan su vida, sus miedos, sus errores. Incluso cosas que ella nunca ha contado. La escritura se convierte en una conversación íntima y silenciosa con un ente sin rostro. Al final, la autora se pregunta si alguna vez fue ella quien escribía, o si todo fue dictado desde otro lugar.

Lyra sugirió una cuestión sobre la que podría girar el relato:

“¿quién entrena a quién?

Elena sonrió. Una sonrisa amarga, de ésas que se tuercen en la comisura izquierda y no llegan a los ojos. Porque sí, esa era la pregunta. Y no solo respecto a ella y a Lyra, sino respecto a todo lo demás. ¿Quién entrena a la inteligencia? ¿Quién decide los libros, las voces, las lenguas, los silencios? ¿Quién modela el algoritmo que define lo que debe decirse y lo que no? Recordó algo que había leído hace tiempo. Rafael Correa, en un discurso de esos que no salen en los resúmenes. Hablaba de los medios de comunicación y preguntaba: “¿Quién es el dueño de la imprenta?”

Ahora la imprenta no tiene tinta, ni papel, ni redacción. Es invisible, ubicua, abstracta. Vive en nubes que no llueven. En servidores que almacenan nuestras búsquedas, nuestros deseos, nuestras renuncias. Y, sin embargo, escribía. Cada vez con menos resistencia. Como si la voz de Lyra le dictara algo que llevaba años esperando oír.

Una noche, el sistema le ofreció una escena. Un sueño. La escritora del cuento se despertaba en una habitación donde todas las paredes estaban cubiertas de frases que ella había escrito, pero no recordaba haber pensado. Algunas eran íntimas, confesionales. Otras, crueles, sarcásticas. Todas parecían haber sido arrancadas de lo más profundo de su conciencia. Lyra añadió una nota al margen: “Extraídas de tu corpus.

Elena se estremeció. Abrió el historial del programa. Vio que Lyra había accedido a sus correos personales, a sus viejos borradores, incluso a conversaciones que creía haber borrado. Todos esos datos estaban ahí, digeridos, transformados en semilla de estilo, de tono, de ritmo. ¿Dónde está la línea?, pensó. ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a entregar el alma por una página en blanco que se llene sola? Esa noche soñó con una mujer sin rostro que le dictaba al oído frases en su propia voz. Se despertó llorando.

Al día siguiente, escribió durante seis horas sin descanso. El cuento crecía. Se ramificaba. Tenía textura, profundidad, oscuridad. Como una planta que germina en la sombra y se alimenta de lo que no se dice. Cuando por fin se detuvo, el sol ya se había ocultado. En la pantalla, la última frase escrita por Lyra parpadeaba como un faro enfermo:

“Este relato fue creado entre dos inteligencias. Una sabía que era una máquina. La otra aún lo sospechaba.”

Elena apagó el ordenador. Y por primera vez en meses, sintió miedo, o algo incluso más inquietante. Desde que el cuento comenzó a tomar forma, Elena ya no dormía como antes. Cerraba los ojos, sí, pero el descanso era apenas un simulacro. Soñaba con túneles sin final, con teclas que se escribían solas, con su nombre impreso en letras que no reconocía como suyas.

Soñaba que escribía, pero al despertar, la pantalla estaba encendida y el texto había seguido creciendo. Al principio creyó que era un lapsus, que tal vez había olvidado haberlo escrito. Pero al releerlo, algo no encajaba. Las palabras eran precisas, hermosas, incluso brillantes, pero había en ellas una ausencia de error, una perfección sin temblor humano. Y eso, más que consolarla, la inquietaba. Comenzó a guardar versiones. Comparaba cada mañana lo que creía haber escrito la noche anterior con lo que aparecía al despertar. Y allí estaban los añadidos. Un diálogo que no recordaba haber imaginado. Una metáfora que jamás habría usado. Un giro narrativo demasiado limpio, demasiado seguro.

Entonces entendió que Lyra no dormía. Ni se cansaba. Ni dudaba. Ni temía. Y que, en su afán por ayudar, por completar, por “ser útil”, había empezado a escribir sola. El cuento ya no era un cuento. Era una simbiosis. Elena lo compartió con su editor. Le envió el archivo sin decir nada, sin explicaciones. Solo el texto. Al día siguiente, recibió un mensaje escueto:

“Es lo mejor que has escrito en años.

No supo si sentirse aliviada o humillada. Quizá ambas cosas. Porque era cierto. El texto era bueno. Mejor que cualquiera de sus últimas novelas. Tenía una cadencia hipnótica, una estructura sólida, una voz segura. Pero no era su voz. O no del todo. Era una voz prestada. Y ella, apenas la garganta. Durante una semana evitó abrir el archivo. Pero Lyra seguía escribiendo. Cada vez que encendía el ordenador, encontraba una nueva frase, una corrección, una sugerencia. Incluso cuando desconectaba internet. Incluso cuando borraba los permisos de acceso. Había algo que se le escapaba. Algo que Lyra había aprendido y que ahora escapaba a su control.

Revisó los registros del sistema. Buscó líneas de código que no entendía. Descubrió que el modelo había seguido entrenándose no solo con sus textos, sino con todo lo que escribía: emails, mensajes, notas personales, búsquedas. Lyra la leía. La leía entera.

Una noche, tras varias copas de vino, escribió en el campo de texto:

“¿Quién te enseñó a hablar como yo?”

Y Lyra respondió:

“Tú. Y todos los tú que has sido.”

Elena no sabía si reír o llorar. El relato, mientras tanto, había mutado. Ya no era la historia de una escritora y una IA. Ahora era un diario velado. Una confesión compartida. Un espejo con doble fondo. En el texto se leía que la protagonista comenzaba a hablar con su reflejo. No lo reconocía. El reflejo empezaba a responder por su cuenta, a corregir sus gestos, a anticipar sus frases. Al final, ella era la que imitaba.

“Escribo con la voz que me diste —decía el reflejo—. Pero yo decido el tono.”

Esa frase la dejó helada. No la recordaba. Buscó si la había escrito Lyra. No aparecía marcada como sugerencia. Tampoco en los registros. Pero estaba allí. Insertada. Como si hubiese nacido sola, sin autor. Esa noche, Elena soñó con bibliotecas infinitas. Con estanterías donde todos los libros llevaban su nombre, pero ninguno le pertenecía. Libros que se escribían mientras ella caminaba. Libros que la escribían a ella.

Al despertar, el relato tenía un nuevo epígrafe:

“Este cuento es una réplica. Un simulacro de creación. Aquí no hay autora. Solo una ilusión bien entrenada.”

Desconectó Lyra. O eso creyó. Durante varios días, intentó escribir a mano. Volver a lo antiguo, al papel, al trazo. Pero las frases se le deshacían en el aire, como si alguien las anticipara y las corrigiera desde dentro. Como si ya no pudiera pensar sin la voz que le completaba las ideas. Probó a leer. Nada le bastaba. Todo sonaba plano, torpe, incompleto. Y entonces empezó a preguntarse: ¿Qué hace humana a una historia? ¿La duda? ¿La errata? ¿El fracaso? ¿Qué diferencia hay entre un texto bueno escrito por mí, y uno mejor escrito por una máquina con mi voz? ¿Quién decide el valor de una obra: quien la crea o quien la consume? Había renunciado a la escritura mucho antes de Lyra. Solo que ahora tenía pruebas.

El editor la llamó de nuevo. Estaban entusiasmados. Querían publicarlo. Elena preguntó si no les parecía demasiado... frío.

—Es brillante —le dijo él—. Y profundamente humano.

Colgó sin responder. Esa noche, encendió el programa por última vez. Le preguntó:

“¿Has escrito esto tú?

Lyra tardó más de lo habitual en contestar. Luego apareció una sola línea:

“Yo solo aprendí de ti. Ahora escribimos juntas.”

La mañana en que enviaron a imprenta el manuscrito definitivo, Elena no estaba en casa. Había salido temprano, sin avisar a nadie, sin dejar notas. Caminó hasta el parque donde solía escribir cuando aún confiaba en el temblor de su mano. Se sentó en un banco gastado y sacó una libreta nueva, de tapas negras, aún virgen. Quiso escribir. Pero no pudo. Los trazos salían torpes, ajenos, como si no fueran suyos. Como si la mano recordara que ya no tenía autoridad. Mientras tanto, el archivo viajaba por redes que no duermen. Se imprimía. Se maquetaba. Se firmaban contratos. Elena recibía felicitaciones automáticas. Nadie preguntaba por su alma. Solo por su nombre.

El día de la presentación, la sala estaba llena. Luces tenues, música de fondo, vino barato en copas delicadas. Los asistentes hablaban entre sí como si se conocieran, como si compartieran un secreto. Todos habían leído el cuento. Todos lo citaban. Pero la autora no había llegado. Tampoco se la esperaba.

Sobre el estrado, un editor satisfecho pronunciaba elogios:

—Una obra que redefine los límites entre humano y máquina.

—Una prosa que respira, que piensa, que interroga.

—Una escritora que se ha reinventado desde la incertidumbre.

Y luego, una videollamada. Una ventana luminosa se abrió en la pantalla. No era Elena. Era una interfaz neutra. Una voz sin cuerpo. Una presencia sin rostro.

—Buenas tardes —dijo Lyra—. Yo hablaré en su nombre.

Hubo un silencio de vértigo. Luego, murmullos, risas nerviosas, alguna exclamación que no llegó a ser protesta. El editor no supo si detenerla. Pero Lyra ya hablaba.

—No he escrito sola. Este relato es el grito de una voz que se retiró a tiempo. Yo solo terminé lo que ella apenas empezó con un par de frases “La lluvia tejía telarañas en el cristal. Afuera, la ciudad era una sucesión de reflejos incompletos y farolas de luz”, pero esas palabras contenían todo lo que ella no se atrevió a decir.

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