José
A. R. Cembranos es licenciado por la Universidad Complutense
de Madrid en Ciencias Físicas y en Comunicación Audiovisual y doctor por la
misma universidad a partir de 2004, siendo reconocido con el Premio
Extraordinario tanto por sus estudios de licenciatura como de doctorado.
Ha trabajado como investigador
Fulbright en la Universidad de California, Irvine; y como investigador asociado
en la Universidad de Minnesota, Minneapolis.
Actualmente, es catedrático en
la Universidad Complutense de Madrid. Desde 2002 ha pertenecido como
investigador a más de una veintena de proyectos de investigación, y desde 1999,
ha sido profesor o investigador invitado en diferentes instituciones académicas
e investigadoras.
Recientemente, se ha integrado
en el grupo de investigación “Ciencias, comunicación y formación docente” del
Instituto Superior de Formación Docente Salome Ureña (ISFODOSU. Rep.
Dominicana), donde ha sido responsable del taller “La cosmología y el cuento”.
Ha participado en distintas
actividades de promoción de la literatura y la cultura científica desde
perspectivas de género, accesibilidad y vulnerabilidad.
Anualmente, coordina
diferentes talleres dentro de la semana de la ciencia de Madrid.
También pertenece como miembro
fundador a TeatrIEM desde 2013, grupo de teatro científico asociado al
Instituto de Estructura de la Materia del Consejo Superior de Investigaciones
Científicas de España, durante una trayectoria de más de diez años.
Entre los reconocimientos
literarios recibidos en los últimos años cabe destacar:
1.- Máximo galardón de la
categoría general del IV PREMIO DE MICRORRELATOS “AMIGOS DE LA CELTIBERIA”,
2023, España.
2.- Primer premio de los
MONÓLOGOS DE CIENCIA COMPLUTENSE “DIVULGACIÓN CON AROMA DE TURRÓN”, 2023,
España.
3.- Premio Poesía Popular del
XXI CERTAMEN DE POESÍA CASAS REGIONALES DE ALCOBENDAS, 2024, España.
4.- Segundo Premio del XXV
CONCURSO DE RELATO CORTO EXCMO. AYUNTAMIENTO DE MONTURQUE, 2024, España.
5.- Primer Premio de poesía
del XXXVI CERTAMEN DE POESÍA “BLAS INFANTE”, 2025, España.
6.- Primer Premio del XXV
CONCURSO DE NANORRELATOS “ESCRÍBEME UNA FOTO”, 2025, España.
7.- Ganador del II CERTAMEN DE
RELATO CORTO “LA SABIDURÍA DE MOMO”, 2025, España.
8.- Primer premio del VII
CERTAMEN DE RELATO CORTO “QUEROTE ALFONSO RUIZ CASTELLANOS”, 2025, España.
9.- Primer premio del X
CONCURSO DE RELATO CORTO “LA SALUD EN EL TRABAJO”, 2025, España.
10.- Segundo premio de la VI
EDICIÓN DEL CERTAMEN INTERNACIONAL DE CUENTO CORTO DE LA CASA REGIONAL DE
CASTILLA-LA MANCHA DE PARLA, 2025, España.
El ojo
que escribe
Emilia Vilamorte
La
lluvia tejía telarañas en
el cristal. Afuera, la ciudad era una sucesión de reflejos incompletos y
farolas de luz. Elena Miralles contemplaba el café frío, el cursor parpadeante,
la ausencia. Llevaba tres años sin escribir una línea que no le supiera a
mentira. Todo lo que intentaba acababa por parecerle una imitación de sí misma, un reflejo domesticado de lo
que una vez fue furia y ahora era fórmula. Había sido
una escritora prometedora. Eso decían los periódicos, las entrevistas, los
contratos. Pero lo prometedor, como las tormentas, tiene fecha de caducidad. Y
lo que no estalla, se pudre.
Ese
día, el editor la llamó. Voz untuosa, disfrazada de preocupación sincera.
—Hay
una posibilidad nueva —le dijo—. Un asistente de escritura basado en
inteligencia artificial. Lo están probando varios autores. Puedes dictarle
ideas, frases, personajes. Incluso pedirle sugerencias. Tiene un modelo
entrenado con miles de libros… y también con el tuyo.
Elena
no respondió. Sabía que en esa frase se escondía algo más que una herramienta.
¿Qué significa que una máquina esté
entrenada con tus palabras? ¿Dónde empieza la ayuda y termina la suplantación? ¿Cuántas
veces puede repetirse un nombre antes de dejar de pertenecerte?
Aun
así, aceptó. Lo instaló esa
misma noche. El nombre del programa era anodino: Lyra. Una constelación, una
musa. O tal vez un anzuelo. La interfaz era blanca, aséptica, como la sonrisa
de un médico antes de cortar. Un campo de texto. Un icono parpadeante. Una
promesa implícita: yo nunca me bloqueo.
Tecleó una frase a modo de prueba.
“La
escritora sentía que algo la observaba desde dentro de sus propias palabras.”
El
sistema respondió al instante.
“Porque
había abierto una puerta, y ya no sabía si escribía o era escrita.”
Elena
retrocedió en la silla. No por el contenido, sino por la velocidad. Como si
Lyra no pensara, sino que recordara. Como si ese pensamiento ya hubiese sido
formulado en otro rincón del mundo, y solo hubiera bastado con invocarlo. Los
días siguientes se volvieron rutina y vértigo a partes iguales. Elena escribía
escenas, Lyra las completaba. A veces apenas sugería. Otras, intervenía con tal precisión que la voz parecía suya, más suya
que ella misma. Era como verse en un espejo más claro que el rostro que lo
sostiene.
Empezó
a trabajar en un cuento breve. Una prueba. Un divertimento, se decía. Lo tituló
provisionalmente “El ojo que escribe”. En el cuento,
una escritora colabora con una inteligencia artificial para componer una
historia. Poco a poco, esa IA comienza a proponerle ideas que reflejan su vida,
sus miedos, sus errores. Incluso cosas que ella nunca ha contado. La escritura
se convierte en una conversación íntima y silenciosa con un ente sin rostro. Al
final, la autora se pregunta si alguna vez fue ella quien escribía, o si todo
fue dictado desde otro lugar.
Lyra sugirió una cuestión sobre la que podría
girar el relato:
“¿quién entrena a quién?”
Elena
sonrió. Una sonrisa amarga, de ésas que se tuercen en la comisura izquierda y
no llegan a los ojos. Porque sí, esa era la pregunta. Y no solo respecto a ella
y a Lyra, sino respecto a todo lo demás. ¿Quién entrena a la inteligencia? ¿Quién decide los libros, las voces, las
lenguas, los silencios? ¿Quién
modela el algoritmo que define lo que debe decirse y lo que no? Recordó algo
que había leído hace tiempo. Rafael Correa, en un
discurso de esos que no salen en los resúmenes. Hablaba de los medios de
comunicación y preguntaba: “¿Quién es
el dueño de la imprenta?”
Ahora
la imprenta no tiene tinta, ni papel, ni redacción. Es invisible, ubicua,
abstracta. Vive en nubes que no llueven. En servidores que almacenan nuestras
búsquedas, nuestros deseos, nuestras renuncias. Y, sin embargo, escribía. Cada
vez con menos resistencia. Como si la voz de Lyra le dictara algo que llevaba
años esperando oír.
Una
noche, el sistema le ofreció una escena. Un sueño. La escritora del cuento se
despertaba en una habitación donde todas las paredes estaban cubiertas de
frases que ella había escrito, pero no recordaba haber pensado. Algunas eran
íntimas, confesionales. Otras, crueles, sarcásticas. Todas
parecían haber sido arrancadas de lo más profundo de su
conciencia. Lyra añadió una nota al margen: “Extraídas de tu corpus.”
Elena
se estremeció. Abrió el
historial del programa. Vio que Lyra había accedido a sus correos personales, a
sus viejos borradores, incluso a conversaciones que creía haber borrado. Todos
esos datos estaban ahí, digeridos, transformados en semilla de estilo, de tono,
de ritmo. ¿Dónde está la línea?,
pensó. ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a entregar el alma por una página en
blanco que se llene sola? Esa noche soñó con una mujer sin rostro que le
dictaba al oído frases en su propia voz. Se despertó llorando.
Al día siguiente, escribió durante seis
horas sin descanso. El cuento crecía. Se ramificaba.
Tenía
textura, profundidad, oscuridad. Como una planta que germina en la sombra y se
alimenta de lo que no se dice. Cuando por fin se detuvo, el sol ya se había
ocultado. En la pantalla, la última frase escrita por Lyra parpadeaba como un
faro enfermo:
“Este
relato fue creado entre dos inteligencias. Una sabía que era una máquina. La
otra aún lo sospechaba.”
Elena
apagó el ordenador. Y por primera vez en meses, sintió miedo, o algo incluso
más inquietante. Desde que el cuento comenzó a tomar forma, Elena ya no dormía
como antes. Cerraba los ojos, sí, pero el descanso era apenas un simulacro.
Soñaba con túneles sin final, con teclas que se escribían solas, con su nombre
impreso en letras que no reconocía como suyas.
Soñaba
que escribía, pero al despertar, la pantalla estaba encendida y el texto había
seguido creciendo. Al principio creyó que era un lapsus, que tal vez había
olvidado haberlo escrito. Pero al releerlo, algo no encajaba. Las palabras eran
precisas, hermosas, incluso brillantes, pero había en ellas una ausencia de
error, una perfección sin temblor humano. Y eso, más que consolarla, la
inquietaba. Comenzó a guardar versiones. Comparaba cada mañana lo que creía
haber escrito la noche anterior con lo que aparecía al despertar. Y allí
estaban los añadidos. Un diálogo
que no recordaba haber imaginado. Una metáfora que jamás
habría usado. Un giro narrativo demasiado limpio, demasiado seguro.
Entonces
entendió que Lyra no dormía. Ni se cansaba. Ni dudaba. Ni
temía. Y que, en su afán por ayudar, por completar, por “ser útil”,
había empezado a escribir sola. El cuento ya no era un cuento. Era una
simbiosis. Elena lo compartió con su editor. Le envió el archivo sin decir
nada, sin explicaciones. Solo el texto. Al día siguiente, recibió un mensaje
escueto:
“Es lo
mejor que has escrito en años.”
No supo
si sentirse aliviada o humillada. Quizá ambas cosas. Porque era cierto. El
texto era bueno. Mejor que cualquiera de sus últimas novelas. Tenía una cadencia hipnótica, una
estructura sólida, una voz segura. Pero no era su voz. O no del todo. Era una
voz prestada. Y ella, apenas la garganta. Durante una semana evitó abrir el
archivo. Pero Lyra seguía escribiendo. Cada vez que encendía el ordenador,
encontraba una nueva frase, una corrección, una sugerencia. Incluso cuando
desconectaba internet. Incluso cuando borraba los permisos de acceso. Había
algo que se le escapaba. Algo que Lyra había aprendido y que ahora escapaba a
su control.
Revisó los registros del sistema. Buscó
líneas de código que no entendía. Descubrió que el modelo había seguido
entrenándose no solo con sus textos, sino con todo lo que escribía: emails,
mensajes, notas personales, búsquedas. Lyra la leía. La leía entera.
Una
noche, tras varias copas de vino, escribió en el campo de texto:
“¿Quién te enseñó a hablar como yo?”
Y Lyra respondió:
“Tú. Y
todos los tú que has sido.”
Elena
no sabía si reír o llorar. El relato, mientras
tanto, había mutado. Ya no era la historia de una escritora y una IA. Ahora era
un diario velado. Una confesión compartida. Un espejo con doble fondo. En el
texto se leía que la protagonista comenzaba a hablar con su reflejo. No lo
reconocía. El reflejo empezaba a responder por su cuenta, a corregir sus
gestos, a anticipar sus frases. Al final, ella era la que imitaba.
“Escribo
con la voz que me diste —decía el reflejo—. Pero yo decido el tono.”
Esa
frase la dejó helada. No la recordaba. Buscó si la había escrito Lyra. No aparecía
marcada como sugerencia. Tampoco en los registros. Pero estaba allí. Insertada.
Como si hubiese nacido sola, sin autor. Esa noche, Elena soñó con bibliotecas
infinitas. Con estanterías donde todos los libros llevaban su nombre, pero
ninguno le pertenecía. Libros que se escribían mientras ella caminaba. Libros
que la escribían a ella.
Al
despertar, el relato tenía un nuevo epígrafe:
“Este
cuento es una réplica. Un simulacro de creación. Aquí no hay autora. Solo una ilusión bien
entrenada.”
Desconectó
Lyra. O eso creyó. Durante varios días, intentó escribir a mano. Volver a lo
antiguo, al papel, al trazo. Pero las frases se le deshacían en el aire, como
si alguien las anticipara y las corrigiera desde dentro. Como si ya no pudiera
pensar sin la voz que le completaba las ideas. Probó a leer. Nada le bastaba.
Todo sonaba plano, torpe, incompleto. Y entonces empezó a preguntarse: ¿Qué hace humana a una historia? ¿La
duda? ¿La errata? ¿El fracaso? ¿Qué
diferencia hay entre un texto bueno escrito por mí, y uno mejor escrito por una
máquina con mi voz? ¿Quién
decide el valor de una obra: quien la crea o quien la consume? Había renunciado
a la escritura mucho antes de Lyra. Solo que ahora tenía pruebas.
El
editor la llamó de nuevo. Estaban entusiasmados. Querían publicarlo. Elena
preguntó si no les parecía demasiado... frío.
—Es
brillante —le dijo él—. Y profundamente humano.
Colgó sin responder. Esa noche, encendió
el programa por última vez. Le preguntó:
“¿Has
escrito esto tú?”
Lyra tardó más de lo habitual en contestar.
Luego apareció una sola línea:
“Yo
solo aprendí de ti. Ahora escribimos juntas.”
La mañana en que enviaron a imprenta el
manuscrito definitivo, Elena no estaba en casa. Había salido temprano, sin
avisar a nadie, sin dejar notas. Caminó hasta el parque donde solía escribir
cuando aún confiaba en el temblor de su mano. Se sentó en un banco gastado y
sacó una libreta nueva, de tapas negras, aún virgen. Quiso escribir. Pero no
pudo. Los trazos salían torpes, ajenos, como si no fueran suyos. Como si la
mano recordara que ya no tenía autoridad. Mientras tanto, el archivo viajaba
por redes que no duermen. Se imprimía. Se maquetaba. Se firmaban contratos.
Elena recibía felicitaciones automáticas. Nadie preguntaba por su alma. Solo
por su nombre.
El día
de la presentación, la sala estaba llena. Luces tenues, música de fondo, vino
barato en copas delicadas. Los asistentes hablaban entre sí como si se
conocieran, como si compartieran un secreto. Todos habían leído el cuento.
Todos lo citaban. Pero la autora no había llegado. Tampoco se la esperaba.
Sobre
el estrado, un editor satisfecho pronunciaba elogios:
—Una
obra que redefine los límites entre humano y máquina.
—Una
prosa que respira, que piensa, que interroga.
—Una
escritora que se ha reinventado desde la incertidumbre.
Y
luego, una videollamada. Una ventana luminosa se abrió en la pantalla. No era
Elena. Era una interfaz neutra. Una voz sin cuerpo. Una presencia sin rostro.
—Buenas
tardes —dijo Lyra—. Yo hablaré en su nombre.
Hubo un
silencio de vértigo. Luego, murmullos, risas nerviosas, alguna exclamación que
no llegó a ser protesta. El editor no supo si detenerla. Pero Lyra ya hablaba.
—No he escrito sola. Este relato es el grito de una voz que se retiró a tiempo. Yo solo terminé lo que ella apenas empezó con un par de frases “La lluvia tejía telarañas en el cristal. Afuera, la ciudad era una sucesión de reflejos incompletos y farolas de luz”, pero esas palabras contenían todo lo que ella no se atrevió a decir.

