Sergio Otegui Palacios
Cuando
era pequeño y me preguntaban que qué quería ser de mayor, siempre decía lo
mismo: “Titiritero”. Mis padres, imagino que asustados por mi decisión, me
decían que titiritero mejor como afición, pero que en el día a día debería
dedicarme otra cosa. Hoy ya no tengo intención de vivir de las marionetas, pero
sigo siendo un amante de las historias y de los cuentos. Supongo que por ello
acabé estudiando Comunicación Audiovisual y Publicidad y Relaciones Públicas.
Con Audiovisual aprendí a contar relatos y con Publicidad a darle una base
económica a esa afición. Además de ello, soy creador de El Fabricante de Nubes, una
productora audiovisual que ofrece servicios de vídeo, fotografía y marketing
digital a empresas y particulares y autor de Nada
Incluido, un blog de
viajes reconocido en numerosos certámenes del ámbito turístico. Recibo clases
en el Estudio de Escritura Creativa de Zaragoza desde 2020.
Cuento:
“CUQUIS Y MUFIS”.
Un martes cualquiera, José pasa la fregona por un suelo
ajedrezado que tiempo atrás pisaban artistas, famosos y eruditos. El presente
es una televisión funcionando a duras penas y un único cliente tomando café vestido con un mono salpicado de pintura. Carmen,
colocada detrás de la barra de mármol, pasa la bayeta de forma aleatoria: sus
ojos apuntan al programa de cocina que emiten en la tele.
―Pero, mujer, estate a lo que estás, que a ese ritmo no
vas a acabar nunca.
Carmen no necesita responder para
dejar claro que el comentario de José va a caer en
saco roto. Cuando decide que la barra está limpia, se acerca a hacer lo propio
con la máquina de café, todo un
emblema del establecimiento. Cuando su padre abrió el negocio hace ya setenta
años, no había en toda la ciudad una cafetera como lo suya, con ese diseño cilíndrico y alargado de color oro. Con el mismo cuidado que le
trasmitió su padre, Carmen le saca brillo mientras observa como José se acerca
a través del reflejo del latón.
―¿Ahora qué
quieres? ―pregunta con brusquedad.
“Nada”, responde José, aunque ambos saben que ese nada no es un verdadero nada.
―Qué quieres ―insiste.
José ya no responde
directamente, sino que se queda un rato en silencio buscando las palabras o, al
menos, la forma adecuada de ordenarlas. Mientras ese momento llega, Carmen se
recrea en la figura del águila dorada que decora la máquina de café.
―Nada… Es solo
que ayer estuve leyendo en el interné sobre el café de especialidad de
ese…
El
comentario de José golpea como un calambre a Carmen, que se separa de la máquina de
inmediato. Acto seguido, se encara con su marido y suelta:
―¿Otra vez? Qué pesao eres, joder.
Carmen
sale del mostrador y se mete en la cocina. Aunque el extractor está funcionando a
todo lo que da, huele bastante a aceite, lo que confirma que la freidora está
lista para empezar a echar los churros. Antes de hacerlo, José se asoma por
ahí.
―Oye, chatita,
pero es que algo habrá que hacer, ¿no?
La
mujer ignora una vez más a José mientras va
colocando los futuros churros en el aceite hirviendo. Cuando ya lleva unos
cuantos, accede a contestar.
―No vamos a
cambiar nada. La gente viene aquí por nuestro café.
―Ese es el
problema, Carmen, que la gente ya no viene―. El comentario enerva a la mujer,
que le pide a su compañero que se largue de la cocina, aunque este tiene planes
diferentes. ―Pero si no hay que hacer nada del otro jueves, chatita. Solo hay
que poner un cartel en la puerta diciendo que tenemos café de especialidad de
ese y ya está.
Carmen
sigue molesta y nerviosa, mirando como el aceite va transformando los cilindros
de harina en churros.
―¿Y eso qué es? ―pregunta.
―Pues nada, un
café bueno y el nuestro lo es. Pero la gente que no lo sabe, no lo sabe. Y el
que lo sabía, pues se ha ido muriendo―. Cuando la metamorfosis del churro se
completa, la mujer los saca con un palo y los deja escurriendo sobre una rejilla.
―Y también añadiría, si te parece, que es un café sostenible y de kilómetro cero.
―Pero si traemos
café de Costa Rica, idiota. ¿Cómo va a ser de
kilómetro cero?
―Da lo mismo,
chatita, si la gente no sabe dónde está Costa Rica. ¿Tú de verdad
crees que el dueño de la cafetería de al lado, que va a comprar el pan en
coche, que lo he visto, ofrece café sostenible? Pues claro que no, pero se lo
inventa y mira qué bien le va.
Carmen
coloca los churros ya escurridos sobre una bandeja, los saca de la cocina y los
dispone en la vitrina de la barra junto a un cruasán huérfano. Pese a que casi son las cinco de la tarde, la cafetería se
ha quedado vacía: el último, y único, cliente ha dejado el dinero de su cuenta
en la mesa. Carmen se asoma a través del cristal de la puerta del
establecimiento y resopla al ver el resto de negocios rebosantes.
―Pero esos bares
están llenos de guiris, chato ―protesta la señora.
El
hombre, que también ha salido de la cocina, se coloca a su lado a contemplar la
calle como observaría las obras el anciano que va camino de ser.
―Ya, chata, pero
es que aquí ya solo vienen los guiris.
Carmen,
que acaba de recordar lo mucho que ha cambiado este barrio en los casi setenta
años
que lleva habitándolo, pega un bufido y vuelve a su lugar tras la barra.
Como
todos los días, a las cinco, ni un minuto más ni un minuto menos, entra el
señor Isidoro fiel a su cita con los churros. “A las cinco y media están un poco
pasados y a las seis es como comerse un zapato”, dice siempre para justificar
su puntualidad de reloj atómico. Al verlo entrar, Carmen le prepara su media
docena con poco azúcar, por si las diabetes, y su café con tres gotas de leche,
para no tener la sensación de que los unta en agua. Isidoro tiene más años que la cafetería y solo faltó el día que se murió su mujer y
porque le dio por hacerlo de tardes.
―Qué buenos te han quedado hoy, Carmen.
―Eso lo dices
todos los días, Isidoro.
El
anciano disfruta de su manjar cotidiano mientas Carmen y José lo observan
pensativos. Isidoro, que está acostumbrado a que le den palique, se sorprende.
― ¿Estáis bien? ―pregunta con la boca llena.
―Sí, tranquilo.
Cosas del negocio ―responde José.
Isidoro
termina de tragar su segundo churro, bebe un sorbo de café y añade:
―Ya sabéis que para mí sois la mejor cafetería de España.
―Pero si no has
ido a otra, Isidoro ―zanja Carmen.
―Pues por algo
será ―responde el señor, haciendo reír al matrimonio.
Una
semana después de ese martes cualquiera, también a las cinco de la tarde,
Isidoro vuelve estar en el mismo lugar mojando los churros en el café. Allí, además de él, solo están
los dueños de la cafetería donde nada parece haber cambiado. Sin embargo, en la
calle, la letra de EGB de José anuncia sobre una pizarra de caballete un
escueto: “Tenemos café de especialidad de ese”. El cartel, que ha hecho mucha
gracia a Isidoro, tarda poco en surtir efecto y atrae a una pareja de pelo
cano, piel acangrejada y chancletas con calcetines. Al verlos entrar, Carmen y
José se quedan hipnotizados como si hubieran visto a un unicornio. Ante su
parálisis, los recién llegados deciden tomar la iniciativa y acercarse a la
barra. Carmen, que se ve enfrentándose a una conversación en inglés, tiembla.
Churro en mano, Isidoro observa como quien come palomitas en el cine.
―¡Hola! Dos cafés
de especialidad, pog pafog ―dice la extranjera.
Carmen
respira aliviada y acompaña un “marchando” de una sonrisa. José sale de su letargo e invita a los nuevos
clientes a ocupar una mesa.
―¿Quieren también
unos churros? ―les pregunta.
―No, gasias
―responde ella.
José se acerca a su
mujer, que espera a que la cafetera del águila, lenta, pero segura, termine de
sacar la orden. El marido, aprovechando la ―últimamente poco habitual— sonrisa
de su esposa, vuelve a proponer algo.
―Tendríamos que ofrecer cuquis y mufis, que eso gusta a todo el mundo.
Carmen
entrecierra el ojo derecho, su gesto habitual cuando algo le sorprende.
―¿Y eso qué es?
―Pues la galleta
y la madalena de toda la vida, pero más caras.
Carmen
resopla y sentencia:
―Qué pesao eres, joder.
Un
mes después de ese martes cualquiera, también a las cinco de la tarde,
Isidoro ya no es el único cliente de la cafetería. Otros tres grupos más de diversos tamaños se reparten en otras mesas del local. Lo
que sí que es Isidoro es el único autóctono y el único
que sigue apostando por los churros: las cuquis y las mufis han sido la elección de los demás comensales. José charla con unos y con otros, aunque la
mayoría no lo entiendan, mientras Carmen prepara sonriente los cafés.
Tres
meses después de ese martes cualquiera, también a las cinco de la tarde,
Isidoro tiene que sentarse en otra mesa porque la suya ha sido tomada por un
grupo grande. Molesto, le recuerda a José que a él le gusta sentarse cerca de la puerta.
―Lo siento,
Isidoro. Es que pensábamos que se irían pronto, pero llevan aquí desde las dos.
Por lo menos están consumiendo ―le explica.
Al
otro lado del mostrador, Carmen trabaja a destajo preparando cafés y cuquis
y mufis y los churros de Isidoro. Está contenta por
ver el local lleno después de tanto tiempo, pero inquieta porque la cafetera
del águila no trabaja al ritmo que demanda la clientela. José, que huele sus
malestares a kilómetros, se acerca a interesarse.
―Creo que va a
haber que cambiar la máquina ―dice ella.
José no responde
nada, solo le pasa la mano por la espalda y la acaricia con cariño.
Seis
meses después de ese martes cualquiera, también a las cinco de la tarde, la
cafetera del águila descansa en paz bajo un manta en un rincón del almacén. En
su lugar, una flamante máquina preara seis cafés a la vez a las
decenas de personas que abarrotan el local. Isidoro, a quién le han reservado
esta vez la mesa, unta los churros en el café. Ese día apenas habla, aunque
tampoco escucharía bien con tanto ruido ambiente.
Un año después de ese martes cualquiera, también a
las cinco de la tarde, José pasa la fregona para limpiar un café derramado por
el recién estrenado suelo de pergo. El suelo no es el único cambio que ha
habido: ahora todas las paredes son blancas y la madera ha ocupado el lugar de
lo que antes era de mármol. Las plantas también han llegado al local, pese a
que ni José ni Carmen han sido nunca especialmente duchos en su cuidado. Todas
las mesas de la cafetería están llenas, excepto la que siguen reservándole a
Isidoro. Pero Isidoro, pese a que se ha duchado, se ha vestido, ha cogido
dinero, ha salido de casa y ha venido andando hasta la cafetería como todos los
días, se ha dado la vuelta sin entrar.