3 nov 2023

Relato ganador “Demasiada carga“ de Ernesto Daniel Bollini . XV Cibercertamen Hipatia de Alejandría de literatura breve de ANIM




Ernesto Daniel Bollini, nacido ocasionalmente en Inglaterra Londres el 30de diciembre de 1959, argentino naturalizado y farmacéutico de profesión. Casado en segundas nupcias con Verónica y cuatro hijos: Gabriel, Mariana Sebastián y Victoria.

Escritor por vocación, con cinco novelas inéditas y varios relatos publicados en antologías de Argentina y España.

Novelas inéditas: "Igualito", "El inventor de adjetivos", "Irme", "Perro en llamas" y "El alma de Ángel Gugnali".

Relatos publicados: "Una mujer completa" (Concurso Mujeres de la Sierra de Segura- España)/ "Bruxismo" (Concurso Mundos en Tinieblas- Argentina)/ "El peso de los muertos" (Papel- España)/ "Una muchacha que mira el mar" (Antología Ruinas Circulares- Argentina)/ "Los árboles negros" (Editorial Ojos verdes- Sueños)/ "La decepción" (Editorial Ojos verdes- Cartas en el agua)/ "Loco de amor" (Una mirada a la enfermedad mental- España)/ "Cambios" (Editorial Letras como espada- España)/ "La inocencia" (El muro del escritor- España)/ 1er premio (Concurso de Homenaje a Horacio Quiroga- Argentina).

Poemas publicados: "Yo no salgo de mí" (La masa literaria- México)/ "La prosa" (Gambito de papel- Argentina).

 

Demasiada carga

Elena vio formas y figuras, sombras que se le escurrían bajo la cama, espectros. Luego, abrió los ojos, segura de haber escuchado la alarma del camión de bomberos, o de la policía.

-        No quiero, por favor- alcanzó a murmurar.

Se sintió saqueada, desnuda. Algo la absorbía desde abajo, no exactamente desde el colchón, un poder que la atraía y la empujaba, pero a su vez le quitaba fuerzas, la debilitaba. Se levantó el suéter y dejó al descubierto un pezón hinchado y rojo. Ya no se tomaba la molestia de vestirse con el camisón para dormir. Se derrumbaba en la cama con lo puesto.

Como de costumbre, Carlos le acercó la hembrita de vampiro. A Elena le gustaba el contacto con la vampira, su aroma a óleo calcáreo y a talco. La tibieza de las mucosas. Percibir los latidos del pecho en su pecho, en el pecho de las dos. El sueño que iba y venía, en ramalazos. Pero también odiaba sentir que el pequeño animal la vaciaba, la exprimía hasta secarla. Soñó que se quedaba sin sangre, la piel y los ojos se le tornaban blancos, las ojeras, negras como una noche de insomnio y que su madre le decía que no era grave, y que podían reemplazar el plasma por licuado de banana con leche. Alguien, ¿Carlos?, le ponía una sonda, pinchándole el brazo. A Elena le encantaba el licuado de banana con leche. Su madre era especialista en prepararlo, con unas gotas de esencia de vainilla y tres cucharadas de azúcar negra.

La bebé vampiro emitió un quejido débil, y soltó una voz ligera y cascada de satisfacción. Elena despertó, sobresaltada. Luego comenzó la ceremonia del paseo en brazos. Pensó sin proponérselo en cosas tristes, en libros y películas que describían las épocas del trabajo forzado y las absurdas revoluciones. Se dirigió a la cocina con su carga, bebió de una taza servida horas atrás de café frío hecho el día anterior, y se frotó la cara para despabilarse y que no se le resbalara, como casi le ocurrió a Carlos la otra semana. Motivo de agrias discusiones. El bebé vampiro solía ser motivo de agrias discusiones. Pero a veces no. Elena y Carlos coincidían fuertemente en el deseo de que creciera bien, con salud, lejos de las malas tentaciones mundanas, del tiempo libre y del caos. Y llena de educación y cultura y deportes.

-        Será abogada, como papá- decía Elena, en homenaje satisfactorio- Pero que elija por su cuenta, ¿verdad?

-        Será fanática del Rayo, como yo, pero tampoco me voy a disgustar si sale madridista- decía Carlos, para demostrar su apertura mental.- y jugará al hockey sobre césped.

Todo funcionaba a las mil maravillas, de no ser por cierta pesadumbre indefinida que se encaramaba a los hombros de la mujer como un escapulario de hierro, y le impedía ser feliz. Ella lo atribuía a la somnolencia permanente, a esa sirena que sonaba con estrépito, ensordeciéndola, cinco, seis veces por noche. Y Carlos debía despertarse temprano para ir a la oficina, de modo que no se lo podía molestar.

-        Tú no trabajas, Elena- decía Carlos- Ocúpate de hacerla callar.

-        No quiero- repetía Elena, y cargaba en brazos al bebé vampiro. Ella había dejado su empleo de docente para ser madre, a pesar del constante susurro de esa misma frase repetida, no quiero, que había caído derrotada por el peso de la evidencia: Carlos cobraba más dinero, y era varón. Por eso cobraba más dinero.

La muchacha se preguntó una mañana por qué esas dos palabras ya no surtían efecto. El no quiero resultaba siempre inocuo, transparente como un suspiro. Eran meros sonidos, apenas ruido. Peor aún, eran exactamente lo opuesto a lo que finalmente ocurría. Eran la antesala para doblar la cintura ante la guarida de la vampira, recoger esa masa anhelante de hipo y berridos, y levantarse el suéter para ser vaciada de nuevo.

Sin embargo, la ceremonia la cautivaba. O era su destino. O la cautivaba porque era su destino. Elena no se cuestionaba el sufrimiento autoinfligido. No quería cambiar las cosas. No era rebelde. Se conformaba. Tan sólo se preguntaba, cada tanto, un poco desconcertada, por qué pronunciaba la frase no quiero y no ocurría nada. O más bien ocurría siempre lo mismo.

 Las horas pasaron, lentas e iguales, y luego los días y Elena fue alejándose de esa mañana en la que se preguntó por qué nunca surtía efecto el no quiero. Siempre debía querer. Así eran las cosas. Punto.

Pasaron también las monótonas noches, el sueño interrumpido por la sirena, más discusiones, la vigilia permanente que le permitía sentarse en la cama a meditar, mientras amamantaba a la vampira y Carlos roncaba. Pensaba que nadie le había contado nunca la verdad. Su madre, sus hermanas, sus amigas, le habían asegurado que era tan bonito, tan enternecedor, no hay nada como tener un hijo, ya lo verás. Se sintió de pronto estafada, engañada por una oscura y masiva confabulación de mujeres, por una logia de madres optimistas y negadoras.

Y al fin llegó, como era previsible, el momento en el que Elena consideró seriamente la posibilidad de desembarazarse del bebé vampiro. Era esa otra palabra curiosa, porque había estado embarazada, sí, y eso no tenía vuelta atrás. Debía ser pura casualidad que embarazo significara molestia, obstáculo, fastidio. Sí, pura casualidad. Pero Elena pensó en desembarazarse. Lo supo nítidamente, con la certeza de las revelaciones místicas. Le costaba reflexionar con claridad a causa del estado hipnótico en el que vivía, pero se convenció de que la idea era viable. Entrecerró los ojos y soñó que volaba, que era viento y lluvia. Y que luego se disolvía y se evaporaba en un incendio al que raudamente acudían los bomberos. Cuando despertó, agitada y aturdida por el llanto de la bebé vampiro, supo que estaba obligada a desembarazarse de ella si no quería morir.

No pensó en matarla, claro está. Tan sólo en sacársela de encima, pasársela a otra persona, transferir la carga para aligerarse, pero ¿a quién? Su madre vivía en otra ciudad, su padre había muerto. ¿Carlos? Era un poco inútil para esas cosas. Casi se le resbala de las manos un día. No es que Elena recordara como una maldición el suceso, que no lograra sacárselo de la cabeza. Pero su esposo lo mentaba a cada instante.

-        Recuerda que un día casi se me cae- se quejaba, casi en un lamento, cuando le tocaba el turno de auparlo.

Y ese argumento era incontestable, como la sentencia de un patriarca de barba blanca y lentes.

Desembarazarse. Aliviarse. ¿Por qué no? La idea era monstruosa, antinatural, pero un vampiro es también monstruoso y antinatural. Madre desnaturalizada, le dirían. ¿El padre no lo sería también? ¿Un padre que teme que su vástago se le resbale? Madre y padre desnaturalizados, progenitores de un vampiro.

Elena sintió un tirón en el seno y se despertó de su soliloquio de ensueño. Ansiosa, la bebé vampiro chupaba su pitanza. ¿En qué había estado pensando esta madre desnaturalizada? ¿En abandonar su misión, su causa? Elena se sintió mareada, cansada y triste, todo a un tiempo. ¿Cómo podían albergarse ideas tan descabelladas en el alma de una madre? ¿Cómo podían contradecirse así todas las enseñanzas morales de siglos y siglos? No. Nada de eso. Había que cumplir con el mandato ancestral. Nada de pensar. Nada de defraudar a la cofradía de madres positivas.

Sin embargo, el peso era tan grande que el desembarazo le sonaba a Elena como un alivio mágico, sobrenatural.

-        No pienses- se dijo Elena.

La vampira crecía y crecía, y Elena se debilitaba y se vaciaba. Menos por fe religiosa que por hacer algo de una vez, decidió, una tarde de espanto, de jaqueca y náuseas, ir a rezar a la capilla del Padre Pepe. Poca gente, lo de siempre. Ancianitas manoseando el rosario, desocupados pidiéndole empleo a su dios. Debía contarle a alguna persona de sus locuras, sus desvaríos de madre pecadora. Necesitaba castigo.

El confesionario estaba vacío. Descorrió las cortinas, raídas como su espíritu, y apoyó a la vampira en el taburete de los penitentes, porque le pesaba demasiado. Fijó la vista en una breve cruz de madera que adornaba el pequeño recinto. De pronto, se le iluminó el rostro, las mejillas grises, la boca reseca por la sed, por la deshidratación que le causaba la bebé vampiro. ¿De qué manera nos desembarazamos de un vampiro? Mostrándole una cruz, por supuesto. Eso era. El mejor lugar para abandonarlo era la capilla del Padre Pepe. Que se quedara con la cruz de Elena, que cargara con la cruz. La cruz que ahuyenta a los vampiros. El Padre Pepe. Una gran persona. Él se haría cargo. Un Padre en serio, no como otros.

Un rayo de última luz vespertina se filtró por los ventanales. Elena lo interpretó como un asentimiento, o un permiso. Fue la señal que necesitaba. Volvió a correr los pesados paños negros, ocultando a la vampira, y se dirigió al portón de salida, ya libre de los grilletes que la encadenaban. Se sintió aliviada, fresca y nueva.

Pero nunca se había propuesto seriamente dejarla. ¿O sí? Lo cierto es que los feligreses fueron testigos de los tres pasos que dio Elena hacia el portal de salida, y de los otros tres que dio de regreso. Exactamente seis pasos en total porque la duda, la culpa, el temor, la responsabilidad, le apretaron el pecho. Demasiada carga. Demasiada carga dejarla, demasiada carga llevársela. Sin embargo, la amaba, sabiéndolo o no. Sintió pánico al suponer que alguien se la podía haber robado. Porque era suya. De su indiscutida propiedad. Pero allí estaba. Levantó a la bebé vampiro, que aún dormía. La apretó contra su pecho, canturreándole una canción de cuna, la misma que su mamá le cantara a ella, y su abuela a su mamá. Una canción suave que la amenazaba con males de infierno si no se dormía. Elena pensó que las canciones de cuna existirían en todos los idiomas del universo porque un infante despierto es angustia y desesperación para la humanidad. La bebé vampiro lloriqueó un instante, entreabriendo una boca rosada, dulce, observando el mundo con desconcierto, pero volvió a dormirse enseguida, y siguió rezongando en sueños.

Elena caminó hacia la calle. El no quiero resonó en su cabeza como una letanía, y se mezcló en su mente con el quejido lastimero de la bebé vampiro, que le rogaba protección con los ojos entrecerrados. Demasiada carga. Pero cargaría con ella. Cargaría con la responsabilidad. Cargaría con todas las maldiciones de su género. Con todas sus obligaciones, verdaderas o ficticias. Supo que debía ser así.

Pero supo también, en ese instante único, que de allí en adelante su tarea en la vida sería enseñarle a su hija, sacando fuerzas de donde no tenía, a que hiciera valer, cuando creciera, su propio no quiero.

 

                                                   MACIEL PALERMO


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