31 oct 2023

Segunda finalista: “Perdón" de Asunción Porta Murlanch. XV Cibercertamen Hipatia de Alejandría de literatura breve de ANIM.


Asunción Porta Murlanch nació en Sariñena (Huesca) actualmente reside en Cuarte de Huerva (Zaragoza). 

Ha ejercido como maestra durante cuarenta años, los últimos veinte en el CEIP La Laguna de Sariñena donde ha participado en distintos proyectos educativos lo que le ha llevado a dar charlas y cursos de formación sobre convivencia, mediación escolar,  creatividad, etc. en colegios públicos y privados, centros de profesorado y congresos. 

Una vez jubilada se dedica a practicar su segunda vocación: escribir.

Algunos de sus  relatos han obtenido distintos premios  destacando el primero  del CONCURSO INTERNACIONAL DE RELATO CORTO “MELIANO PERAILÉ” (2019) convocado por la Fundación 1º de Mayo en Madrid,  el segundo premio del CONCURSO DE MICRORRELATOS  DE ARAGÓN NEGRO (2022) y el primer premio del CONCURSO DE GUIONES convocado por la revista Letras 2023 del Centro Penitenciario de Daroca.  Otros han quedado finalistas formando parte de varias antologías.

Ha publicado Crisálida Ed. Círculo Rojo (2019) su primera novela de ciencia ficción, Pequerrimas (2021) Ed. Interludio (Zaragoza) es un libro de poesía infantil cuyos derechos de autor son para ASPANOA (Asociación de Padres de Niños Oncológicos de Aragón),  Clarión (2023) un libro con una selección de sus mejores relatos, poemas y reflexiones editado en Amazon. En breve saldrá su último libro editado por Pregunta (Zaragoza).

El 16 de noviembre de 2022 recibe en Sariñena el  premio “VIVIR MUJER MONEGROS” en el apartado de EDUCACIÓN en su primera convocatoria.

Perdón

Necesito escribir esta historia, lo haré por mis hijos, para que ellos cuando  la cuenten a los suyos no tengan que inventarla. Aquí, mientras los espero. Todavía queda un poco de luz. Los barcos aún no han vuelto. Dicen que son los últimos. Escribiré a pesar de que el dolor que me corroe y la impotencia de sentirme nadie nublen mi entendimiento. Cuando lleguemos los tres a un lugar seguro y haya camas y noches tranquilas los sentaré delante de mí y la leeré una y otra vez. Hay hechos que formarán parte de su identidad por muchas generaciones que pasen,  y este será uno de ellos.

Recuerdo esa noche, la siento lejana y fue ayer. Somos muchos. Escondida entre los más fuertes miro al mar, ruge negro y frio. Me coloco en el centro del grupo, así me siento más segura. Agarrados a mis faldas estáis vosotros, mis hijos. Sois muy niños. Sujeto con obsesión vuestras cabezas contra mi cuerpo. No penséis, no sintáis miedo. Yo os protejo. Mi seguridad es la vuestra. Con mi mirada os quiero trasmitir mi fuerza. Tranquilos, hijos míos, todo irá bien.  De vez en cuando miro hacia arriba y disimulo porque desconozco quién me protege a mí. No quiero pensarlo. 

Fue una decisión muy difícil pero os lo explicaré para que cuando seáis mayores lo entendáis. Vinieron varias veces a buscaros, os cogían de un brazo y os meneaban, os examinaban con esa sonrisa de placer porque sentían mi dolor, y se iban porque esperaban que estuvierais un poco más fuertes, y yo suspiraba. Os querían llevar a su guerra, querían enseñaros a matar, a no sentir amor, ni pena, ni siquiera asco. Y hui. Vendí mi casa, mi ropa, mis trastos, siempre hay alguien que  necesita hasta los trastos más viejos y rotos en aquella mísera aldea. Y hui.

Yo quise marchar de allí mucho antes, antes de ser madre, había visto lo que les había pasado a mis vecinas y hermanas y dudaba poder soportarlo. No pude elegir, vuestro padre lo hizo por mí. En la aldea lo hubieran mirado muy mal. Los hombres deben perpetuar su especie.  Si eres una mujer fértil después de un hijo viene otro, de tu marido, de los violadores que vienen cuando él se va, da igual, todos sois hijos. Y cuando os tuve todo cambió. Dejé de ser yo para ser vuestra protectora, para buscar alimento cuando mis pechos se secaron, para hacer lo que fuera por sacaros adelante en una aldea que la miseria y la enfermedad lo invaden todo.  Nadie llora, ni siquiera se habla, no sirve para nada. El silencio de las mujeres, lo llaman.

De vuestro padre hay muy poco que contar. Venía de vez en cuando y luego se iba a la guerra, no preguntaba, ni hablaba, ni siquiera nos miraba, sólo bebía y dormía. Desde la última vez que se lo llevaron ya han pasado más de tres años y nunca más he sabido de él. Recuerdo ese día porque tú, mi niño pequeño acababas de nacer. Quizás haya muerto. Supe salir adelante. Empecé a cocinar para los demás. Hay viejos que no pueden hacerlo y me daban lo poco que cogían de la tierra y yo lo cocinaba, el pago era  que siempre  sobraba algo para vosotros.

Arropados por los demás, enfrente del mar, os canturreo para animaros. Mis canciones siempre os tranquilizan, en voz muy baja, como cuando os acunaba. La letra dice que  ya estamos muy cerca, que podría ser ese el país la tierra que buscamos, esa que nos permita vivir en paz. Sólo unos pocos kilómetros de mar nos separan de nuestro destino.

Todos los que estamos allí sentimos  otro nacer cerca, sólo hay que cruzar. Una extraña euforia nos contagia. Falta muy poco, está el mar por medio. Y el dinero. Yo ya lo he entregado. Todo lo que tenía. Sólo me quedáis vosotros, la ropa puesta y unos puñados de frutos secos y pan duro en los bolsillos. No sé puede llevar nada más. Esas son las órdenes.

Nos han hecho tirar las mochilas en un montón, a cambio, seis o siete personas más pueden salvar su vida. Hay que ser solidarios con los demás, nos gritan, aunque sabemos con toda seguridad lo que harán con nuestro mísero equipaje  cuando partamos.

En las caras llevamos marcadas con cincel las piedras de cada uno de los caminos. Surcos llenos de arena y humedad que en la oscuridad ennegrecen hasta las tímidas sonrisas cuando un hilo de esperanza se hace un hueco entre tanta desazón.

Ya llega el cayuco. No hay tiempo que perder. No lo pueden acercar a la orilla, con tanto peso sería imposible moverlo después porque puede quedar encallado en el fondo. Nadie duda en mojarse, en introducirse en el agua negra y revuelta que ruge con una bravura desconocida. Te cojo a ti mi niño pequeño en brazos y a ti mi niño mayor el agua te llega al pecho y te agarras   con fuerza a mi brazo. Tranquilos, os sujeto bien de la ropa, no os suelto, os digo una y otra vez. 

Nos sentamos. Nos abrazamos. Comienza  el viaje. El combate de unas olas con otras hace que no percibamos nada más. Seguro que muchos pensamos que es mejor así. La esperanza y la ilusión se desvanecerán si oímos los sollozos y gemidos de hombres, de mujeres, de bebés. Y necesitamos esa esperanza para que nos caliente el interior.

Hijo mío. No me mires así. Ya sé que no lo entiendes. Te robé de tu cama caliente, de los juegos en el campo, de los arrumacos y canciones de tu abuela, pero ha sido pensando en ti, en tu hermano, en mí, incluso en los que vendrán.  Cuéntaselo así a todos ellos, para que nunca me odien por lo que estoy haciendo.

La barcaza empieza a navegar hacia el vacío. El mar por unos minutos se queda en calma y nos regala una alfombra hacia su interior. A las pocas horas empieza a enfurecerse, nos levanta y nos baja, nos agita y empiezan los gritos que se mezclan con los bramidos de las olas. Huele a salado y a vómitos, a orines y a sangre. Nos encogemos y nos apretujamos contra el suelo de la barcaza, llenamos con nuestro cuerpo cualquier hueco que ya no hay, buscamos un cascarón donde refugiarnos. Si el Dios de las nubes nos mira no verá ningún ojo, ni manos, ni tripas. Sólo cabezas metidas entre las piernas. Unos cuerpos se confunden con otros. El miedo se funde con los pedazos con los que se rompe el cielo encima de todos y nos posee.  Nuestros corazones rugen acelerados y entonces se hace el silencio. Al cayuco le crujen los huesos, está herido de muerte.

Y así lo recuerdo. Y después todos gritan, yo no puedo, necesitáis sentirme como  un amarre seguro. El mar nos empuja contra el cielo, el cielo nos escupe una y otra vez, los cuerpos se revuelven y acaban por caer. Todos caemos en aquella enorme caldera que hierve en hielo.

, mi pequeño te sujetas a mi cuello y gritas, hasta entonces no lo habías hecho. No te oigo a ti, mi chico mayor. Un trozo de barco, o de pie, u otra cabeza,  algo muy duro me golpea muy fuerte. Ya no recuerdo nada más.

Cuando  despierto estoy tumbada en la arena. Han colocado encima de mí una manta seca. No siento nada, sólo veo caras que miran, manos que me tocan, brazos que me voltean. Y de pronto en mi mente os veo, os siento, y el vacío se hace un pozo inmenso y me pongo a gritar; ¡mis hijos!, ¡mis hijos! Os llamo con dolor por la separación pero con esperanza. 

Todavía resuena en mis oídos el eco del asesino mar.

¿Dónde estoy? Miro a mi alrededor, los supervivientes permanecen ordenados en la arena al lado de los muertos en una hilera infinita. Se oyen sirenas, y muchas voces, quejidos, sollozos silenciosos porque el mar se ha tragado la bravura de cada uno,  el ímpetu,  la esperanza,  la vida. Y entonces regresa el olor a sal y a sangre.

Cuando os encuentren seguiré escribiendo.

¿Dónde estáis hijos míos?  Vuestra ausencia me devuelve las energías perdidas y grito con fuerza. ¿Dónde están mis hijos? Ayúdenme a levantarme, necesito saber dónde están, ayúdenme a buscarles. No me entienden. Me incorporo y busco entre los muertos tapados, me fijo en el tamaño de sus cuerpos. No están.

Me señalan al mar y a otro barco que viene con más supervivientes, y muertos y ausentes. Y miro alrededor. No sabíamos que el camino nos podría conducir al otro mundo, a ese mundo del que no se vuelve. No creía que pudiéramos ser nosotros.

Está amaneciendo otro día más. No quiero moverme de la playa, me traen comida. Algunos conocidos insisten que les acompañe, no puedo moverme de aquí.  No sin mis hijos.

Ya no puedo más. Ya sólo sacan muertos. No desisten a pesar de las multas y la poca comprensión.

Me dicen que ya no queda nadie.

Cierro los ojos y me muero por dentro. No sé qué hacer.

Me levanto y le pido a uno de los marineros del barco que guarde este escrito para sus hijos, que ellos cuenten la historia porque los míos ya no podrán.

Debe entender mi lengua porque me dice que sí y me abraza.

Escribo en otro trozo de papel con letras grandes una palabra y le pido que lo tire lejos de esta playa, allá donde van todos los días a buscar sueños, esperanzas y anhelos que ya están hechos añicos.

Sólo una palabra:

¡Perdonadme!

 

Hay lugares donde ni siquiera existe la libertad de decidir ser madre y cuándo.

Hay lugares donde los hijos duelen mucho más.

                                                                                                                                             Gaviota

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